El lunes 7 y martes 8 de marzo, Meridiano Vº festejó el regreso del feriado de carnaval. Una incontable cantidad de personas, poblaron las calles de adoquín para demostrar que la alegría no se olvida.
Por Carolina Sánchez Iturbe
Fotos de The Dark Flack (www.thedarkflack.com)
Correr hasta que las piernas no den más. Aunque el aire falte y el cuerpo jure que ya pasaron décadas desde la última vez, es necesario correr, saltar y reír con la misma despreocupación que la niñez alguna vez regaló. Y disfrutar, disfrutar del agua, del amontonamiento de gente, de los pomos de espuma, de la calle hecha fiesta, a medida que los recuerdos invaden y el cuerpo se destraba tras tanto tiempo.
Aunque el carnaval pueda parecer un festejo casi irrelevante para el curso habitual de cualquier sociedad, ahora, cuando despierta después de 35 años de tortuoso silencio, parece convertirse en un catalizador necesario ante la cotidianidad. Así, varios centenares de personas toman las cuadras que rodean a 17 y 71 y, contrariamente a lo deseado por los militares que en el ’76 prohibieron la celebración, demuestran que jamás lograron olvidar las tradiciones y los rituales de la ocasión, transformándose en vecinos que invaden la vereda para empaparse y rendir culto a la alegría, olvidándose de los peligros que, según algunos medios, las calles encierran y dejando en claro cuánto se extrañaba la sensación de libertad que resguarda la fiesta popular.
El lunes 7 amaneció soleado en la Estación Provincial. En el playón que está justo en frente de la fachada del edificio, un momo sonríe esperando a que el fuego, ese que cura todas las heridas, lo transforme al día siguiente en cenizas. Poco a poco, algunas familias tímidas se acercan hasta esa esquina platense para descubrir si realmente el carnaval sigue vivo. Y entonces, los primeros indicios aparecen: una patota de chicos disfrazados y con sombreros no dudan en arrojar bombuchas desde el primer piso del centro cultural, total en carnaval el enojo no existe, mientras la música latinoamericana puebla la calle. Con el primer chapuzón, llega el contagio y los primeros pomos de espuma artificial que, claro, son adquiridos con la excusa de que así los niños podrán divertirse como los adultos lo habían hecho años atrás. Pero como las pulsiones son irresistibles, pronto los padres de esas criaturas terminan sumándose al entretenimiento y enchastrando de blanco a quien se acerque.
A medida que las horas transcurren, los disfraces empiezan a ser un denominador común y rápidamente dejan de ser potestad de la infancia. No son necesarios demasiados preámbulos para que la cantidad de gente se multiplique segundo tras segundo. Entonces, la esquina parece colapsar y las risas se dejan de contener, mientras una cuadra más allá, las murgas se preparan para celebrar que la alegría por la que pidieron durante años en las marchas carnavaleras, finalmente volvió. Cuando los zurdos, bombos y redoblantes empiezan a avanzar por la calle, las levitas no danzan solas, una cantidad innumerable de personas las rodean, moviéndose a ritmo y escoltándolas hasta el escenario por donde luego pasarán varios artistas.
Cuando cae la noche, la gente se acomoda en el rincón que queda libre alrededor del momo y entonces, con la ropa aún húmeda tras la reinaguración del carnaval, baila como si ésa fuese la primera vez en que cuerpo siente la energía de la música, sacudiéndose como chicos uno junto a otro a cielo abierto. A las tres de la madrugada, finaliza el primer día de fiesta y todos juran en silencio volver a encontrarse la tarde siguiente.
El martes amaneció nublado. La amenaza del festejo trunco pesa con cada gota de la llovizna que cae y, entonces, el clima se transforma en el peor enemigo, ése que sin previo aviso traiciona a quien esperaba algo bueno de él. Sin embargo, a las tres de la tarde el cielo se abre y Facebook se convierte en el punto de encuentro donde decenas de personas festejan que el cielo se haya apiadado y organizan reencontrarse poco después en 17 y 71. La esquina vuelve a poblarse de colores y disfraces, aunque ésta vez la masividad se hace esperar un poco más.
Sin importar cuántos cuerpos sean los que estén correteando por los adoquines, quienes llegan hasta la Estación lo hacen con previsión: uno o dos tarros de espuma acompañan, prometiendo que ésta vez no los agarraran desprevenidos. Pronto la sucesión de corridas, batallas campales a fuerza de agua y sonrisas dirigidas a cuanto desconocido ande suelto se multiplican, demostrando que los primeros días de marzo, cuando renace el feriado de carnaval, no son una mera estratégica económica capaz de beneficiar a los empresarios turísticos, sino un constante reencuentro con la inocencia y la comunión grupal.
Las horas avanzan a gran velocidad, como las tardes de la niñez que parecían transcurrir en sólo segundos. Y otra vez la espuma salpica y nadie se enoja, y las bombuchas empapan y la gente ríe, y las murgas danzan rodeadas de cuerpos que desde cerca las siguen, contagiándose de su festejo y la calle se convierte en pista de baile.
Mientras Se armó la gorda entona canciones desde el escenario que se montó frente al centro cultural, una pareja mira la escena desde una de las ventanas de la estación de trenes. Tomados de la mano, mantienen el silencio por minutos hasta que la nostalgia los invade y, fascinados ante la cantidad de gente que arenga las letras de la murga de estilo uruguayo, empiezan a narrar recuerdos de los carnavales que experimentaron cuando aún eran niños. Entonces, la felicidad brota de la mano de la certeza de que sus hijos también podrán saber que la alegría de correr, saltar y reír con completos desconocidos devenidos en pares, en vecinos, amerita ser festejada durante un feriado.
De Garage – Abril de 2011
(siempre es mejor la versión en papel)
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