martes, 18 de noviembre de 2008

Esperando el milagro

Mientras la Bersuit Vergarabat canta que la camiseta es como un dios, pero no importa cuál sea su color, la hinchada del Club Atlético Villa San Carlos demuestra lo contrario. El celeste y blanco se convierte en uniforme, al tiempo que once jugadores corren detrás de una pelota, prometiendo que alguna vez, por fin, llegará el ascenso de “los villeros”.

Por Carolina Sánchez Iturbe

El Pelado Cordera estaba equivocado, sí importa cuál sea el color. A “los villeros” les importa y mucho. Aunque en sus filas aceptan otras camisetas, éstas tienen que ser de equipos de primera, y si son de Gimnasia y Esgrima de La Plata, mejor.
El Club Atlético Villa San Carlos nació en Berisso (zona obrera, bostera y tripera por excelencia) hace 33 años y desde entonces soñó con llegar a primera división. Pero aún no lo logró, sólo obtuvo algunos títulos en otras ligas menores y el entrenamiento para hacerle frente al peligro del descenso a la D se convirtió en una constante. Es que ser un equipo de la C implica no sólo trabajar para el ascenso, sino también, evitar estar cada vez más lejos.
A pesar de los pequeños logros futbolísticos que su equipo obtuvo desde 1925, la hinchada es fiel. Cuando Villa San Carlos juega de local, varios barrios de la capital provincial del inmigrante se movilizan hasta el estadio Gennasio Salice para ver el partido. Cuando el encuentro es de visitante, y aunque el Co.Pro.Se.De prohibió desde hace algún tiempo el ingreso de hinchas visitantes durante la temporada 2008/2009 del torneo de ascenso, alrededor de ciento cincuenta personas viajan hasta donde sea necesario para apoyar al plantel.

La concentración
El sábado amaneció lluvioso. A pesar de la inminente llegada del verano, que durante toda la semana se dedicó a enardecer el pavimento de las calles desordenadas, trazadas al azar, de Berisso, hoy el viento frío no da tregua.
Aunque no es difícil predecir el barrial que podrían provocar en la cancha de Villa San Carlos unos centímetros más de lluvia, ninguno de los hinchas se plantea la posibilidad de faltar a la cita de las cinco y diez de la tarde, en la que el equipo de Berisso se enfrentará con el Club Atlético San Miguel.
Como cada vez que hay partido en el barrio, a las diez de la mañana la mayoría de los fieles seguidores ya están en la sede social del club, que queda a pocas cuadras del estadio.
Sobre una parrilla improvisada, varios kilos de chorizos arrojan su grasa en las brasas encendidas, provocando que la humareda blanca nuble el interior del lugar.
Las cajas de Termidor se despliegan arriba de un tablón que oficia de mesa y sobre el que no hay ninguna tela que intente simular un mantel. Los panes recién comprados en la panadería de barrio, también se apilan en la madera, dispuesta en uno de los costados de la cancha de básquet.
Desde temprano, “los villeros” se preparan para asistir al partido que, gracias a los logros obtenidos por el equipo durante la temporada, podría colaborar en el ascenso del “Celeste” a la primera nacional B. Un pasito menos para llegar a las grandes ligas del fútbol nacional.
La hora se acerca y el repertorio de canciones ya fue repasado en más de una oportunidad. Los golpes de los mazos en los parches de los bombos murgueros resuenan en las paredes del amplio salón, provocando que el sonido encuentre un eco, que no sólo acompaña el ritmo de los toques, sino que también envuelve a la hinchada, que sacude los brazos mientras degusta un sorbo más del vino tinto que el tetrabrik aún resguarda a temperatura ambiente.
Todo está preparado. Lucas y Pablo, los directores de la batuta villera, ya se cercioraron de que ningún detalle de la organización se les haya escapado. Haciendo un gesto a los hinchas, y previendo que el club quede ordenado y limpio, dan inicio a la peregrinación.

Precalentamiento
Las pocas cuadras que separan a la sede social del Club Villa San Carlos de la cancha estaban tranquilas hasta hace unos minutos atrás. Una manada de hombres vestidos con camisetas celestes, a fuerza de saltos y danzas desplegadas al ritmo de los redoblantes, hace frente al vendaval que se embota en las esquinas de Berisso.
Raúl, el abuelo de la hinchada villera, le sigue el paso acelerado a sus compañeros, a pesar de que hace ya varios años un médico le aconsejó que usara un bastón y no sobreexigiera a su cuerpo pequeño. Con una bandera del “cele” atada al cuello, el hombre sexagenario cierra el puño y grita “putos, vamos”, mientras un petiso de pelo largo camina a su lado para asegurarse de que no se desvíe del trayecto.

San Carlos querido,
yo te vengo a ver.
Y aunque me muera,
en el cielo,
yo te vengo a ver.
Cele te vengo a ver de la cabeza,
te llevo en mis venas.

Tomando prestado el ritmo de “El ángel”, de Los Tulipanes, un hombre delgado y de cabellos canos entona las primeras estrofas que le dedica al equipo, mientras sacude un pullover negro. Al terminar de pronunciarlas, el resto de los fanáticos siguen cantando el resto de la canción.
Un muchacho retacón sube a un nene pequeño a sus hombros y, mientras corea a los alaridos el himno al Villa San Carlos, camina por el centro de la calle, moviendo las caderas y extendiendo los brazos una y otra vez. Su hijo festeja la escena, aplaudiendo.
Algunos vecinos saludan a los muchachos, mientras otros cantan, demostrando su simpatía hacia la hinchada.
Los hinchas, como estrellas de cine que caminan por la alfombra roja durante una avant premiere, saludan sin detener su marcha ni dejar de entonar la canción.
En la puerta del estadio, y como los controles policiales son nulos, entran con velocidad. La tribuna de concreto los espera desnuda y la ornamentación, que se realizará a fuerza de banderas de diferentes tamaños y con distintas inscripciones, aunque todas celestes y blancas, no puede hacerse esperar.

Reglas de juego
El estadio Gennasio Salice de Berisso ya está preparado. Los trapos celestes y blancos, sobre todo en el costado donde se ubica la popular, invadieron el alambrado que separa a los jugadores de los hinchas.
Atadas con firmeza sobre los filamentos plateados, las banderas soportan de frente, como los fanáticos, el intenso viento frío. En varias de ellas está pintado el logotipo del canal de televisión Todo Noticias; ésa es la manera que tienen los villeros de agradecer que, por primera vez, un medio de comunicación grande difunda el torneo del ascenso.
Unas tiras de tela blanca se tensan desde el último peldaño de la tribuna hasta el principio del campo de juego. Más allá del fin decorativo que cumplen las estolas, más tarde, cuando el clima del partido se enardezca, servirán de paraavalanchas.
Los hombres se ubican en los costados de las gradas, el centro está reservado para los miembros de la comisión directiva de la hinchada, que llegó con ellos y que, después de mirar la distribución de la gente, se acomoda en su lugar.
Pablo, el gordo cuarentón que tomó la posta de la jefatura de los villeros luego de que el cacique que lo precedió se suicidara, le da directivas a su mano derecha, Lucas, un muchacho veinteañero, de tez morena y rasgos perfectamente simétricos. Él lo escucha con atención y después se acerca a uno de los que toca el bombo.
-Hoy queremos que todos canten, ¿estamos?
El percusionista asiente y empieza a marcar el ritmo de uno de los himnos del Cele. Los fanáticos, comprendiendo la consigna, cantan y aplauden, mientras esperan que el partido empiece.
Erica, una chica rolinga y de dimensiones diminutas, es la única mujer que se ubica en la tribuna, justo a la izquierda de la comisión directiva. Como es la hija de uno de los seguidores históricos del club, goza de ese beneficio y, además, de la protección de la hinchada. Todas las demás, que no llegan a ser más de tres, se quedan de pie junto al alambrado.

Cumbia villera
Hace ya varios minutos que Antonio Amato, el árbitro del partido, anunció el inicio del encuentro. La hinchada parece no haber oído el pitazo. Varios hombres, de espalda al campo de juego, festejan, cantando, el sonido que tres trompetas y un trombón emiten desde uno de los costados de la tribuna villera.
En uno de los escalones más altos de la tarima, siete chicos saltan y hacen pogo, envolviéndose con una de las tiras de tela blanca para evitar que alguno se caiga. Los percusionistas miran a los fanáticos, mientras tocan tres bombos y dos redoblantes con fuerza, provocando que ellos muevan sus cuerpos exageradamente.
Un muchacho extremadamente delgado se sienta junto a un hombre petiso y de vientre abultado en el último escalón de las gradas. Segundos después, el chico aspira con velocidad un poco de la cocaína que el gordo le convidó. Mientras lo hace, el otro hincha camina con velocidad hacia el alambrado, al tiempo que guarda en el bolsillo de la campera Adidas una bolsa plástica. El flacucho se levanta rápidamente y se aprieta con dos dedos la nariz. Después, salta hasta donde están los percusionistas y sigue con los brazos el ritmo que ellos marcan.
Lucas se acerca a Sebastián, el pelilargo que acostumbra acompañar al abuelo, le señala un sector de la hinchada y, sin bajar la voz, le advierte:
-Deciles que canten o los bajo.
Sebastián se abre paso entre los fanáticos y arenga a un grupo de hombres a festejar. Ellos lo siguen. “Es que Lucas se la banca”, jura el pelilargo.
Un jugador de San Miguel empuja a uno de los villeros, que cae al suelo en el área del equipo contrario. El árbitro es claro: la infracción amerita un penal.
Los hinchas se enardecen, mientras Leandro Martini, uno de los deportistas admirados por los fanáticos villeros, se prepara y patea la pelota al arco, convirtiendo la jugada en gol.
Se levanta polvo del piso a causa de los pies de los seguidores del cele que saltan junto al alambrado para festejar el uno a cero. Mientras, varios corean “es para vos, Cambaceres puto” y Raúl, agarrándose con fuerza de la baranda de la tribuna, agita el otro brazo y grita desaforado, provocando que su rostro tome una tonalidad rojiza, “gol, puto”.
Como la entonación de himnos se detuvo a raíz de lo que ocurría en el campo de juego, los hinchas empiezan a cantar, entusiasmados por el sonido del redoblante, y así intentan no dejar pasar mucho tiempo y evitar que se “enfríe” el apoyo a los jugadores:

Vamos los villeros
vamos a ganar,
que a toda Ensenada
la vamos a quemar

El primer tiempo finaliza y, haciendo otra vez caso omiso al pitazo del árbitro, la hinchada sigue cantando. Cuando termina la canción, algunos se van hasta la vereda, o se sientan en el pasto que rodea a la tribuna. Recién pasados algunos minutos del segundo tiempo, volverán a colocarse en los lugares que anteriormente habían ocupado.
-Ahora no cobres nada, en el primer tiempo no cobraste nada, ahora no cobres nada, eh.-Un adolescente de cabellos teñidos de rubio y que lleva bajo el labio un piercing naranja fluorescente, como los chalecos de la policía, le grita al árbitro, que está de espaldas público.
Un segundo después, un delantero de San Miguel se cae al piso, luego de que un defensor de Villa San Carlos intentara sacarle la pelota. El muchacho del equipo contrario se retuerce en el pasto y el chico del piercing lo insulta enfurecido:
-Diez, puto, maricón, juga al fulbo.
El resultado: un tiro libre que provoca el empate. Los villeros le propinan puteadas al árbitro. Cuando pasa cerca del alambrado un muchacho con el uniforme de San Miguel y el número trece en la espalda, el chico de cabellos rubios teñidos lo escupe. El futbolista ni siquiera lo mira.
A pesar del uno a uno del marcador, la hinchada sigue festejando. Un hombre vestido con pantalones deportivos y con un gorro de polar con los colores del club, sacude una botella de agua, los que están alrededor se mojan, pero parecen no advertir lo que está ocurriendo. El fanático se sonríe y baila, mientras señala a los percusionistas y, a ellos también, los empapa.
No faltan más de diez minutos para que finalice el partido. Pablo empieza a organizar la salida, no quiere que haya problemas. Por Nextel le pregunta a alguien dónde está la policía, agradece la información y se acerca a los que tienen bombos colgados a sus espaldas. Se para junto a un hombre de pelo crespo y le dice algo al oído. Después le da indicaciones a Lucas, que hasta entonces estaba al lado de uno de los percusionistas, tocando el redoblante.
El muchacho de tez morena camina con velocidad entre los hinchas y da directrices. Cuando se asegura de que ya todos conocen las órdenes, se acerca a Pablo y mira hacia la tribuna hasta que el partido finaliza.

Fin del encuentro
Cuando el partido termina, los seguidores del Villa San Carlos copan las calles de Berisso, pero ésta vez muchos lo hacen en silencio. Al llegar a la esquina, la manada se disuelve y sólo queda la mitad de la hinchada que, junto con los percusionistas, camina cantando hasta la plaza del barrio Juan B. Justo, el punto de referencia de los villeros, donde seguirán los festejos.
En la plaza, uno de los muchachos abre un bolso para guardar la bandera que llevó a la cancha. Al hacerlo, saca dos camisetas de Cambaceres y una de San Miguel. “Nuestros trofeos”, grita mientras se sonríe. A él, como al resto del “aguante celeste”, sí le importa cuál sea el color.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Tierra fértil

En el galpón de La Chilinga, cuando la percusión invade los cuerpos de los bailarines, el ritual se despliega. Una veintena de personas baila y agradece a los dioses, mientras las congas marcan el ritmo de las raíces latinoamericanas.

Por Carolina Sánchez Iturbe

Todavía el reloj de arena no alcanza las nueve de la noche, y ya los fieles esperan en un amasijo de cuerpos agolpados. Ansias de dar un paso más. De, por fin, entrar al galpón de Ruiz Huidobro y Donado, en Saavedra, el corazón urbano de La Chilinga.
Sobre Huidobro, otros cuerpos intentan refrescarse blandiendo al aire, dibujando cerca de sus rostros, a modo de abanico, los folletos que invitan a próximas presentaciones de artistas y grupos de percusión y baile en el mismo espacio que, minutos pasadas las diez, abriría sus puertas para permitir que los corazones que aguardaban para ingresar se llenaran de coloridas notas musicales.
Afuera, el ambiente se espesa más con la llegada de un grupo numeroso de familiares y amigos; novias y novios; hijos y padres de hombres y mujeres que bailarán y ejecutarán, durante poco menos de tres horas, variados ritmos de percusión que bañan las costas uruguayas, cubanas, argentinas y brasileras, haciendo de estas tierras un crisol de arte y cultura.
Luego de escuchar una voz femenina danzante que llega desde el interior del galpón, los cuerpos se arriman cada vez más, haciendo que el telón de entrada permita el acceso a las primeras personas que se acomodan muy cerca de un escenario, con más forma de pista de baile que de tablado.
Hace más de diez años que se fundó La Chilinga. Como todo proyecto alternativo, el inicio fue lento, paulatino. Pero poco a poco, tomó forma, a tal punto que Daniel Buira, su creador, dejó los otros planes musicales en los que participaba para dedicarse casi por completo a los ritmos afroamericanos.
Lejos de tratarse de un grupo de percusión, La Chilinga es una escuela, en la que confluyen no sólo músicos sino también bailarines que, con su danza, le dan movimiento al rito que se desarrolla en varios galpones de la ciudad de Buenos Aires y también del interior de la provincia.

Junto al fogón
En el salón, ubicado en la zona norte de Capital Federal, la humedad se siente en las pieles pegajosas, brillosas de transpiración. El público lo celebra con vasos de cerveza. Luego, se ubica en semicírculo alrededor del lugar que oficia de escenario y de donde, como un fogón, proviene el calor.
Sobre una tela de lino blanco se proyecta una imagen acompañada de la leyenda “Orixás”. De no ser por los focos de colores que hay sobre la barra, ésta sería la única iluminación en el lugar.
Cuatro hombres ingresan al escenario tocando congas. Sus caderas se mueven al ritmo que sus manos imprimen sobre el cuero, acentuando los golpes y marcando el pulso de la melodía que interpretan. Después de caminar por el borde del escenario, se sientan a un costado, frente a unos micrófonos, y una pollera roja empieza a girar en el centro. Gira una y otra vez. La morena que baila, poseída, eleva los brazos y, con los ojos cerrados, sacude la cabeza. Su cuerpo parece haber perdido peso y levitar.
De repente la mujer cae de rodillas. La melodía, que se había detenido por completo, vuelve a empezar, integrando el sonido a agua que una cabasa despide a manos de un mulato. Ella se arrodilla y, como un tigre, avanza mirando fijamente a un fotógrafo, que acepta el juego y dispara tres veces.
El cuerpo de la morena vuelve a girar y su pollera roja enciende el centro de la escena. “Eeesaaaaa”, el público arenga a la bailarina para que no detenga su movimiento y aplaude cada uno de sus gestos.

Oda a los dioses negros
Ogún llega con su lanza en forma de atabaque al galpón de La Chilinga. Sobre el cuero de buey, dos manos negras se sacuden al compás del caxixi. Cinco mujeres enfundadas en minúsculas musculosas verdes, combinadas con polleras blancas, ingresan lentamente, pero a paso firme. Se acomodan en hilera en el centro del lugar y empiezan a danzar.
Las palmas de sus manos tocan el suelo y se elevan una y otra vez. Los músicos aceleran el ritmo de la percusión y ellas, extendiendo sus piernas hacia los costados, mueven el torso de sus cuerpos delgados con velocidad. La luz blanca las ilumina a las cinco, que ahora simulan llevar un arco y lanzar una flecha hacia el cielo.
Cuando se colocan en ronda parecen entrar en éxtasis y sus brazos empiezan a temblar levemente. Entre el público, dos chicos vestidos con camisas y pantalones de lino blanco recuerdan con sus collares de mostacillas verdes y negras a los bahianos que, a orillas del mar, realizan ofrendas a Iemanjá.
Después le toca el turno a Oxúm. Siete mujeres vestidas de un amarillo chillón dejan que la reina de la fertilidad se apropie de sus cuerpos y los sacuda al ritmo de la percusión.
Un muchacho, que con su boina blanca rememora a los músicos cubanos, dirige el abakuá que sus compañeros ejecutan. Las bailarinas se acomodan en semicírculo y, mientras tres de ellas se arrodillan, simulan tomar con sus manos agua de una fuente y refrescar sus rostros. Entre tanto, en el galpón el aire se hace denso y húmedo, ese líquido imaginario se convierte en un recurso bendito e irremplazable.
Minutos después del descanso que dejó a oscuras todo el lugar, una rubia diminuta baila sola en el escenario. A su alrededor, los músicos tocan enérgicamente un ritmo que hace pensar en África, en las mujeres de las tribus que, sentadas a cielo abierto, exhiben sus rostros maquillados con colores vibrantes a los fotógrafos que se acercan para retratarlas.
El pelo rubio le cubre el rostro a la muchacha. En la cabeza lleva una corona y el vestido beige y rosa permite comprender que se trata de la creadora, de Obatalá. Los movimientos son suaves. Su cuerpo se mueve con sensualidad hacia los costados, aunque imitando con las caderas los golpes secos que, cada cuatro tiempos, los músicos dan en los tambores.

Ese ritmo uruguayo
Los músicos se levantan de sus asientos y se acercan hasta el centro del escenario. Se suman a ellos otros artistas que hasta entonces no habían interpretado ninguna canción.
Un negro frunce el ceño y gesticula cada uno de los golpes que da contra la conga que lleva colgada de la cintura. Con los labios, siempre sonrientes, imita los sonidos que produce con sus manos, al tiempo que el resto de su cuerpo se sacude, bailando al ritmo de la música. Lo rodea un grupo de músicos que, todos con los ojos cerrados, toca un candombe que es festejado por el público y danzado por una veintena de bailarinas.
Las piernas de los percusionistas realizan pasos cortos, avanzando por el escenario y logrando que sus cuerpos se sacudan al mismo tiempo que el de las mujeres que, enfundadas en vestidos de colores llamativos y llenos de lentejuelas, bailan poseídas por el repique de los tambores.
Una muchacha delgada cierra los ojos y sacude sus manos, impulsando sus hombros y centrando los movimientos en la cintura, desde donde el resto del cuerpo adopta formas ondulantes, similares a las de una ola de mar que deja los últimos resabios de bruma en la arena.
Una señora de cabellos canos mira, agarrándose con firmeza del borde de una silla de plástico. Los ojos azules parpadean levemente, como intentando no perder un solo detalle de los movimientos que la cintura de la bailarina realiza.
Cuando termina la canción, la mujer canosa arroja su cuerpo delgado en el asiento que hasta entonces le servía de apoyo. Después, suspira.

Fin de ceremonia
Los músicos saludan y empiezan a tocar una nueva canción, las bailarinas realizan una reverencia y, en fila, danzan al ritmo de los tambores hasta salir del escenario. Los percusionistas las siguen. Aún cuando ya no es posible verlos, se sigue oyendo como las manos golpean los cueros y las voces de las mujeres festejan el fin triunfante de la presentación. El público, ahora de pie alrededor del fogón, se contagia y grita al tiempo que aplaude.
A pesar de que los artistas ya se retiraron del escenario, e incluso varios de ellos caminan con sus trajes por el galpón, dirigiéndose al baño o a buscar alguna bebida refrescante en la barra que está hacia la izquierda de la pista de baile, la gente sigue en el salón, mirando obnubilada hacia el lugar en el que, durante casi tres horas, se llevó a cabo la ceremonia.
Un nene corre por la sala. Se detiene junto a un hombre joven cuyos cabellos están peinados con rastas largas y lo obliga a abandonar el estado de trance.
-¿Querés una remera?-La voz aguda resuena en los oídos de quien la escucha. Con la mirada perdida, pero intentando dibujar una sonrisa, el muchacho rechaza, aunque agradeciendo, la oferta.
Después de que el nene se retira en busca de un nuevo comprador, el joven vuelve a dejar que su mirada se pierda en el escenario, en el suelo marrón como la arena de una playa brasileña. Mientras, sus manos siguen marcando el ritmo de un sonido que ahora sólo está en su imaginación, acomodándose en el deseo de agradecer a los orixás poder bailar junto al mar.

Y sí seguís explorando? (si total, no nos vamos a dormir...)

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