martes, 18 de noviembre de 2008

Esperando el milagro

Mientras la Bersuit Vergarabat canta que la camiseta es como un dios, pero no importa cuál sea su color, la hinchada del Club Atlético Villa San Carlos demuestra lo contrario. El celeste y blanco se convierte en uniforme, al tiempo que once jugadores corren detrás de una pelota, prometiendo que alguna vez, por fin, llegará el ascenso de “los villeros”.

Por Carolina Sánchez Iturbe

El Pelado Cordera estaba equivocado, sí importa cuál sea el color. A “los villeros” les importa y mucho. Aunque en sus filas aceptan otras camisetas, éstas tienen que ser de equipos de primera, y si son de Gimnasia y Esgrima de La Plata, mejor.
El Club Atlético Villa San Carlos nació en Berisso (zona obrera, bostera y tripera por excelencia) hace 33 años y desde entonces soñó con llegar a primera división. Pero aún no lo logró, sólo obtuvo algunos títulos en otras ligas menores y el entrenamiento para hacerle frente al peligro del descenso a la D se convirtió en una constante. Es que ser un equipo de la C implica no sólo trabajar para el ascenso, sino también, evitar estar cada vez más lejos.
A pesar de los pequeños logros futbolísticos que su equipo obtuvo desde 1925, la hinchada es fiel. Cuando Villa San Carlos juega de local, varios barrios de la capital provincial del inmigrante se movilizan hasta el estadio Gennasio Salice para ver el partido. Cuando el encuentro es de visitante, y aunque el Co.Pro.Se.De prohibió desde hace algún tiempo el ingreso de hinchas visitantes durante la temporada 2008/2009 del torneo de ascenso, alrededor de ciento cincuenta personas viajan hasta donde sea necesario para apoyar al plantel.

La concentración
El sábado amaneció lluvioso. A pesar de la inminente llegada del verano, que durante toda la semana se dedicó a enardecer el pavimento de las calles desordenadas, trazadas al azar, de Berisso, hoy el viento frío no da tregua.
Aunque no es difícil predecir el barrial que podrían provocar en la cancha de Villa San Carlos unos centímetros más de lluvia, ninguno de los hinchas se plantea la posibilidad de faltar a la cita de las cinco y diez de la tarde, en la que el equipo de Berisso se enfrentará con el Club Atlético San Miguel.
Como cada vez que hay partido en el barrio, a las diez de la mañana la mayoría de los fieles seguidores ya están en la sede social del club, que queda a pocas cuadras del estadio.
Sobre una parrilla improvisada, varios kilos de chorizos arrojan su grasa en las brasas encendidas, provocando que la humareda blanca nuble el interior del lugar.
Las cajas de Termidor se despliegan arriba de un tablón que oficia de mesa y sobre el que no hay ninguna tela que intente simular un mantel. Los panes recién comprados en la panadería de barrio, también se apilan en la madera, dispuesta en uno de los costados de la cancha de básquet.
Desde temprano, “los villeros” se preparan para asistir al partido que, gracias a los logros obtenidos por el equipo durante la temporada, podría colaborar en el ascenso del “Celeste” a la primera nacional B. Un pasito menos para llegar a las grandes ligas del fútbol nacional.
La hora se acerca y el repertorio de canciones ya fue repasado en más de una oportunidad. Los golpes de los mazos en los parches de los bombos murgueros resuenan en las paredes del amplio salón, provocando que el sonido encuentre un eco, que no sólo acompaña el ritmo de los toques, sino que también envuelve a la hinchada, que sacude los brazos mientras degusta un sorbo más del vino tinto que el tetrabrik aún resguarda a temperatura ambiente.
Todo está preparado. Lucas y Pablo, los directores de la batuta villera, ya se cercioraron de que ningún detalle de la organización se les haya escapado. Haciendo un gesto a los hinchas, y previendo que el club quede ordenado y limpio, dan inicio a la peregrinación.

Precalentamiento
Las pocas cuadras que separan a la sede social del Club Villa San Carlos de la cancha estaban tranquilas hasta hace unos minutos atrás. Una manada de hombres vestidos con camisetas celestes, a fuerza de saltos y danzas desplegadas al ritmo de los redoblantes, hace frente al vendaval que se embota en las esquinas de Berisso.
Raúl, el abuelo de la hinchada villera, le sigue el paso acelerado a sus compañeros, a pesar de que hace ya varios años un médico le aconsejó que usara un bastón y no sobreexigiera a su cuerpo pequeño. Con una bandera del “cele” atada al cuello, el hombre sexagenario cierra el puño y grita “putos, vamos”, mientras un petiso de pelo largo camina a su lado para asegurarse de que no se desvíe del trayecto.

San Carlos querido,
yo te vengo a ver.
Y aunque me muera,
en el cielo,
yo te vengo a ver.
Cele te vengo a ver de la cabeza,
te llevo en mis venas.

Tomando prestado el ritmo de “El ángel”, de Los Tulipanes, un hombre delgado y de cabellos canos entona las primeras estrofas que le dedica al equipo, mientras sacude un pullover negro. Al terminar de pronunciarlas, el resto de los fanáticos siguen cantando el resto de la canción.
Un muchacho retacón sube a un nene pequeño a sus hombros y, mientras corea a los alaridos el himno al Villa San Carlos, camina por el centro de la calle, moviendo las caderas y extendiendo los brazos una y otra vez. Su hijo festeja la escena, aplaudiendo.
Algunos vecinos saludan a los muchachos, mientras otros cantan, demostrando su simpatía hacia la hinchada.
Los hinchas, como estrellas de cine que caminan por la alfombra roja durante una avant premiere, saludan sin detener su marcha ni dejar de entonar la canción.
En la puerta del estadio, y como los controles policiales son nulos, entran con velocidad. La tribuna de concreto los espera desnuda y la ornamentación, que se realizará a fuerza de banderas de diferentes tamaños y con distintas inscripciones, aunque todas celestes y blancas, no puede hacerse esperar.

Reglas de juego
El estadio Gennasio Salice de Berisso ya está preparado. Los trapos celestes y blancos, sobre todo en el costado donde se ubica la popular, invadieron el alambrado que separa a los jugadores de los hinchas.
Atadas con firmeza sobre los filamentos plateados, las banderas soportan de frente, como los fanáticos, el intenso viento frío. En varias de ellas está pintado el logotipo del canal de televisión Todo Noticias; ésa es la manera que tienen los villeros de agradecer que, por primera vez, un medio de comunicación grande difunda el torneo del ascenso.
Unas tiras de tela blanca se tensan desde el último peldaño de la tribuna hasta el principio del campo de juego. Más allá del fin decorativo que cumplen las estolas, más tarde, cuando el clima del partido se enardezca, servirán de paraavalanchas.
Los hombres se ubican en los costados de las gradas, el centro está reservado para los miembros de la comisión directiva de la hinchada, que llegó con ellos y que, después de mirar la distribución de la gente, se acomoda en su lugar.
Pablo, el gordo cuarentón que tomó la posta de la jefatura de los villeros luego de que el cacique que lo precedió se suicidara, le da directivas a su mano derecha, Lucas, un muchacho veinteañero, de tez morena y rasgos perfectamente simétricos. Él lo escucha con atención y después se acerca a uno de los que toca el bombo.
-Hoy queremos que todos canten, ¿estamos?
El percusionista asiente y empieza a marcar el ritmo de uno de los himnos del Cele. Los fanáticos, comprendiendo la consigna, cantan y aplauden, mientras esperan que el partido empiece.
Erica, una chica rolinga y de dimensiones diminutas, es la única mujer que se ubica en la tribuna, justo a la izquierda de la comisión directiva. Como es la hija de uno de los seguidores históricos del club, goza de ese beneficio y, además, de la protección de la hinchada. Todas las demás, que no llegan a ser más de tres, se quedan de pie junto al alambrado.

Cumbia villera
Hace ya varios minutos que Antonio Amato, el árbitro del partido, anunció el inicio del encuentro. La hinchada parece no haber oído el pitazo. Varios hombres, de espalda al campo de juego, festejan, cantando, el sonido que tres trompetas y un trombón emiten desde uno de los costados de la tribuna villera.
En uno de los escalones más altos de la tarima, siete chicos saltan y hacen pogo, envolviéndose con una de las tiras de tela blanca para evitar que alguno se caiga. Los percusionistas miran a los fanáticos, mientras tocan tres bombos y dos redoblantes con fuerza, provocando que ellos muevan sus cuerpos exageradamente.
Un muchacho extremadamente delgado se sienta junto a un hombre petiso y de vientre abultado en el último escalón de las gradas. Segundos después, el chico aspira con velocidad un poco de la cocaína que el gordo le convidó. Mientras lo hace, el otro hincha camina con velocidad hacia el alambrado, al tiempo que guarda en el bolsillo de la campera Adidas una bolsa plástica. El flacucho se levanta rápidamente y se aprieta con dos dedos la nariz. Después, salta hasta donde están los percusionistas y sigue con los brazos el ritmo que ellos marcan.
Lucas se acerca a Sebastián, el pelilargo que acostumbra acompañar al abuelo, le señala un sector de la hinchada y, sin bajar la voz, le advierte:
-Deciles que canten o los bajo.
Sebastián se abre paso entre los fanáticos y arenga a un grupo de hombres a festejar. Ellos lo siguen. “Es que Lucas se la banca”, jura el pelilargo.
Un jugador de San Miguel empuja a uno de los villeros, que cae al suelo en el área del equipo contrario. El árbitro es claro: la infracción amerita un penal.
Los hinchas se enardecen, mientras Leandro Martini, uno de los deportistas admirados por los fanáticos villeros, se prepara y patea la pelota al arco, convirtiendo la jugada en gol.
Se levanta polvo del piso a causa de los pies de los seguidores del cele que saltan junto al alambrado para festejar el uno a cero. Mientras, varios corean “es para vos, Cambaceres puto” y Raúl, agarrándose con fuerza de la baranda de la tribuna, agita el otro brazo y grita desaforado, provocando que su rostro tome una tonalidad rojiza, “gol, puto”.
Como la entonación de himnos se detuvo a raíz de lo que ocurría en el campo de juego, los hinchas empiezan a cantar, entusiasmados por el sonido del redoblante, y así intentan no dejar pasar mucho tiempo y evitar que se “enfríe” el apoyo a los jugadores:

Vamos los villeros
vamos a ganar,
que a toda Ensenada
la vamos a quemar

El primer tiempo finaliza y, haciendo otra vez caso omiso al pitazo del árbitro, la hinchada sigue cantando. Cuando termina la canción, algunos se van hasta la vereda, o se sientan en el pasto que rodea a la tribuna. Recién pasados algunos minutos del segundo tiempo, volverán a colocarse en los lugares que anteriormente habían ocupado.
-Ahora no cobres nada, en el primer tiempo no cobraste nada, ahora no cobres nada, eh.-Un adolescente de cabellos teñidos de rubio y que lleva bajo el labio un piercing naranja fluorescente, como los chalecos de la policía, le grita al árbitro, que está de espaldas público.
Un segundo después, un delantero de San Miguel se cae al piso, luego de que un defensor de Villa San Carlos intentara sacarle la pelota. El muchacho del equipo contrario se retuerce en el pasto y el chico del piercing lo insulta enfurecido:
-Diez, puto, maricón, juga al fulbo.
El resultado: un tiro libre que provoca el empate. Los villeros le propinan puteadas al árbitro. Cuando pasa cerca del alambrado un muchacho con el uniforme de San Miguel y el número trece en la espalda, el chico de cabellos rubios teñidos lo escupe. El futbolista ni siquiera lo mira.
A pesar del uno a uno del marcador, la hinchada sigue festejando. Un hombre vestido con pantalones deportivos y con un gorro de polar con los colores del club, sacude una botella de agua, los que están alrededor se mojan, pero parecen no advertir lo que está ocurriendo. El fanático se sonríe y baila, mientras señala a los percusionistas y, a ellos también, los empapa.
No faltan más de diez minutos para que finalice el partido. Pablo empieza a organizar la salida, no quiere que haya problemas. Por Nextel le pregunta a alguien dónde está la policía, agradece la información y se acerca a los que tienen bombos colgados a sus espaldas. Se para junto a un hombre de pelo crespo y le dice algo al oído. Después le da indicaciones a Lucas, que hasta entonces estaba al lado de uno de los percusionistas, tocando el redoblante.
El muchacho de tez morena camina con velocidad entre los hinchas y da directrices. Cuando se asegura de que ya todos conocen las órdenes, se acerca a Pablo y mira hacia la tribuna hasta que el partido finaliza.

Fin del encuentro
Cuando el partido termina, los seguidores del Villa San Carlos copan las calles de Berisso, pero ésta vez muchos lo hacen en silencio. Al llegar a la esquina, la manada se disuelve y sólo queda la mitad de la hinchada que, junto con los percusionistas, camina cantando hasta la plaza del barrio Juan B. Justo, el punto de referencia de los villeros, donde seguirán los festejos.
En la plaza, uno de los muchachos abre un bolso para guardar la bandera que llevó a la cancha. Al hacerlo, saca dos camisetas de Cambaceres y una de San Miguel. “Nuestros trofeos”, grita mientras se sonríe. A él, como al resto del “aguante celeste”, sí le importa cuál sea el color.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Tierra fértil

En el galpón de La Chilinga, cuando la percusión invade los cuerpos de los bailarines, el ritual se despliega. Una veintena de personas baila y agradece a los dioses, mientras las congas marcan el ritmo de las raíces latinoamericanas.

Por Carolina Sánchez Iturbe

Todavía el reloj de arena no alcanza las nueve de la noche, y ya los fieles esperan en un amasijo de cuerpos agolpados. Ansias de dar un paso más. De, por fin, entrar al galpón de Ruiz Huidobro y Donado, en Saavedra, el corazón urbano de La Chilinga.
Sobre Huidobro, otros cuerpos intentan refrescarse blandiendo al aire, dibujando cerca de sus rostros, a modo de abanico, los folletos que invitan a próximas presentaciones de artistas y grupos de percusión y baile en el mismo espacio que, minutos pasadas las diez, abriría sus puertas para permitir que los corazones que aguardaban para ingresar se llenaran de coloridas notas musicales.
Afuera, el ambiente se espesa más con la llegada de un grupo numeroso de familiares y amigos; novias y novios; hijos y padres de hombres y mujeres que bailarán y ejecutarán, durante poco menos de tres horas, variados ritmos de percusión que bañan las costas uruguayas, cubanas, argentinas y brasileras, haciendo de estas tierras un crisol de arte y cultura.
Luego de escuchar una voz femenina danzante que llega desde el interior del galpón, los cuerpos se arriman cada vez más, haciendo que el telón de entrada permita el acceso a las primeras personas que se acomodan muy cerca de un escenario, con más forma de pista de baile que de tablado.
Hace más de diez años que se fundó La Chilinga. Como todo proyecto alternativo, el inicio fue lento, paulatino. Pero poco a poco, tomó forma, a tal punto que Daniel Buira, su creador, dejó los otros planes musicales en los que participaba para dedicarse casi por completo a los ritmos afroamericanos.
Lejos de tratarse de un grupo de percusión, La Chilinga es una escuela, en la que confluyen no sólo músicos sino también bailarines que, con su danza, le dan movimiento al rito que se desarrolla en varios galpones de la ciudad de Buenos Aires y también del interior de la provincia.

Junto al fogón
En el salón, ubicado en la zona norte de Capital Federal, la humedad se siente en las pieles pegajosas, brillosas de transpiración. El público lo celebra con vasos de cerveza. Luego, se ubica en semicírculo alrededor del lugar que oficia de escenario y de donde, como un fogón, proviene el calor.
Sobre una tela de lino blanco se proyecta una imagen acompañada de la leyenda “Orixás”. De no ser por los focos de colores que hay sobre la barra, ésta sería la única iluminación en el lugar.
Cuatro hombres ingresan al escenario tocando congas. Sus caderas se mueven al ritmo que sus manos imprimen sobre el cuero, acentuando los golpes y marcando el pulso de la melodía que interpretan. Después de caminar por el borde del escenario, se sientan a un costado, frente a unos micrófonos, y una pollera roja empieza a girar en el centro. Gira una y otra vez. La morena que baila, poseída, eleva los brazos y, con los ojos cerrados, sacude la cabeza. Su cuerpo parece haber perdido peso y levitar.
De repente la mujer cae de rodillas. La melodía, que se había detenido por completo, vuelve a empezar, integrando el sonido a agua que una cabasa despide a manos de un mulato. Ella se arrodilla y, como un tigre, avanza mirando fijamente a un fotógrafo, que acepta el juego y dispara tres veces.
El cuerpo de la morena vuelve a girar y su pollera roja enciende el centro de la escena. “Eeesaaaaa”, el público arenga a la bailarina para que no detenga su movimiento y aplaude cada uno de sus gestos.

Oda a los dioses negros
Ogún llega con su lanza en forma de atabaque al galpón de La Chilinga. Sobre el cuero de buey, dos manos negras se sacuden al compás del caxixi. Cinco mujeres enfundadas en minúsculas musculosas verdes, combinadas con polleras blancas, ingresan lentamente, pero a paso firme. Se acomodan en hilera en el centro del lugar y empiezan a danzar.
Las palmas de sus manos tocan el suelo y se elevan una y otra vez. Los músicos aceleran el ritmo de la percusión y ellas, extendiendo sus piernas hacia los costados, mueven el torso de sus cuerpos delgados con velocidad. La luz blanca las ilumina a las cinco, que ahora simulan llevar un arco y lanzar una flecha hacia el cielo.
Cuando se colocan en ronda parecen entrar en éxtasis y sus brazos empiezan a temblar levemente. Entre el público, dos chicos vestidos con camisas y pantalones de lino blanco recuerdan con sus collares de mostacillas verdes y negras a los bahianos que, a orillas del mar, realizan ofrendas a Iemanjá.
Después le toca el turno a Oxúm. Siete mujeres vestidas de un amarillo chillón dejan que la reina de la fertilidad se apropie de sus cuerpos y los sacuda al ritmo de la percusión.
Un muchacho, que con su boina blanca rememora a los músicos cubanos, dirige el abakuá que sus compañeros ejecutan. Las bailarinas se acomodan en semicírculo y, mientras tres de ellas se arrodillan, simulan tomar con sus manos agua de una fuente y refrescar sus rostros. Entre tanto, en el galpón el aire se hace denso y húmedo, ese líquido imaginario se convierte en un recurso bendito e irremplazable.
Minutos después del descanso que dejó a oscuras todo el lugar, una rubia diminuta baila sola en el escenario. A su alrededor, los músicos tocan enérgicamente un ritmo que hace pensar en África, en las mujeres de las tribus que, sentadas a cielo abierto, exhiben sus rostros maquillados con colores vibrantes a los fotógrafos que se acercan para retratarlas.
El pelo rubio le cubre el rostro a la muchacha. En la cabeza lleva una corona y el vestido beige y rosa permite comprender que se trata de la creadora, de Obatalá. Los movimientos son suaves. Su cuerpo se mueve con sensualidad hacia los costados, aunque imitando con las caderas los golpes secos que, cada cuatro tiempos, los músicos dan en los tambores.

Ese ritmo uruguayo
Los músicos se levantan de sus asientos y se acercan hasta el centro del escenario. Se suman a ellos otros artistas que hasta entonces no habían interpretado ninguna canción.
Un negro frunce el ceño y gesticula cada uno de los golpes que da contra la conga que lleva colgada de la cintura. Con los labios, siempre sonrientes, imita los sonidos que produce con sus manos, al tiempo que el resto de su cuerpo se sacude, bailando al ritmo de la música. Lo rodea un grupo de músicos que, todos con los ojos cerrados, toca un candombe que es festejado por el público y danzado por una veintena de bailarinas.
Las piernas de los percusionistas realizan pasos cortos, avanzando por el escenario y logrando que sus cuerpos se sacudan al mismo tiempo que el de las mujeres que, enfundadas en vestidos de colores llamativos y llenos de lentejuelas, bailan poseídas por el repique de los tambores.
Una muchacha delgada cierra los ojos y sacude sus manos, impulsando sus hombros y centrando los movimientos en la cintura, desde donde el resto del cuerpo adopta formas ondulantes, similares a las de una ola de mar que deja los últimos resabios de bruma en la arena.
Una señora de cabellos canos mira, agarrándose con firmeza del borde de una silla de plástico. Los ojos azules parpadean levemente, como intentando no perder un solo detalle de los movimientos que la cintura de la bailarina realiza.
Cuando termina la canción, la mujer canosa arroja su cuerpo delgado en el asiento que hasta entonces le servía de apoyo. Después, suspira.

Fin de ceremonia
Los músicos saludan y empiezan a tocar una nueva canción, las bailarinas realizan una reverencia y, en fila, danzan al ritmo de los tambores hasta salir del escenario. Los percusionistas las siguen. Aún cuando ya no es posible verlos, se sigue oyendo como las manos golpean los cueros y las voces de las mujeres festejan el fin triunfante de la presentación. El público, ahora de pie alrededor del fogón, se contagia y grita al tiempo que aplaude.
A pesar de que los artistas ya se retiraron del escenario, e incluso varios de ellos caminan con sus trajes por el galpón, dirigiéndose al baño o a buscar alguna bebida refrescante en la barra que está hacia la izquierda de la pista de baile, la gente sigue en el salón, mirando obnubilada hacia el lugar en el que, durante casi tres horas, se llevó a cabo la ceremonia.
Un nene corre por la sala. Se detiene junto a un hombre joven cuyos cabellos están peinados con rastas largas y lo obliga a abandonar el estado de trance.
-¿Querés una remera?-La voz aguda resuena en los oídos de quien la escucha. Con la mirada perdida, pero intentando dibujar una sonrisa, el muchacho rechaza, aunque agradeciendo, la oferta.
Después de que el nene se retira en busca de un nuevo comprador, el joven vuelve a dejar que su mirada se pierda en el escenario, en el suelo marrón como la arena de una playa brasileña. Mientras, sus manos siguen marcando el ritmo de un sonido que ahora sólo está en su imaginación, acomodándose en el deseo de agradecer a los orixás poder bailar junto al mar.

miércoles, 29 de octubre de 2008

El crimen de trabajar

Diariamente, los vendedores ambulantes emprenden una lucha que no da tregua. Pelean para que el Estado que los dejó a la deriva no los persiga y para que la sociedad comprenda que la suya también es una actividad laboral.

Por Carolina Sánchez Iturbe

-Estamos podridos; siempre lo mismo.- Balbucea Raúl mientras mira con resignación los restos de verduras que alfombran la vereda de 7 y 47, después de que el día anterior Control Urbano hiciera todo lo posible –e imposible- para que los vendedores ambulantes no trabajaran en la zona.
Nada nuevo bajo el sol. Esta escena se convierte en postal; en una fotografía de la situación que viven a diario muchos “buscavidas” en la ciudad de las diagonales. Con la rutina de un reloj inglés, los agentes de la Municipalidad de La Plata desalojan a los vendedores y en medio de protestas y reclamos, incautan todo tipo de mercadería. El resultado: grupos de trabajadores enfrentados a oficiales municipales y mercancías regadas por el suelo.
En un país que experimentó durante la década del ‘90 un vaciamiento económico que dejó a casi el veinte por ciento de la población desocupada o laborando en la más informal de las condiciones, las formas alternativas de trabajo proliferan a pasos agigantados; miles de personas en edad de producir deben buscar otros medios, diferentes a los tradicionales, para subsistir.
En este contexto, las calles de las ciudades se resignifican a un ritmo vertiginoso, y el surgimiento de nuevos y viejos actores sociales se vuelve moneda corriente: cartoneros, artistas callejeros, artesanos y vendedores ambulantes no sólo tienen que hacerle frente a la pobreza, sino también a la criminalización del trabajo ambulante por parte de un Estado torpe y sin muchas alternativas para aquellos hombres y mujeres que todavía esperan una respuesta a la falta de inserción laboral. Y como si no fuera suficiente con estar ausente a la hora de pensar políticas públicas de contención –y no de asistencia-, persigue a quienes trajinan por ganarse el mango diario.

Trabajar en la calle
Sebastián tiene 23 años y vende DVD desde hace dos en la puerta del Banco Galicia, ubicado en calle siete. Su juventud no lo exime de llevar un cuerpo extremadamente delgado, que junto con los rasgos redondeados del rostro, lo hace parecer aun más joven. El muchacho de apariencia desgarbada estaba desempleado cuando se echó a la mar en el mercado de la piratería de películas. Dice de él mismo que “era un vago”, pero que “todo cambió después de que su novia quedó embarazada”. Una nueva vida en camino y la secundaria incompleta hicieron que conseguir trabajo se volviera una empresa de difícil concreción.
-En la calle todo se vuelve más difícil. Ves situaciones durísimas, a veces volvés a tu casa destrozado, queriendo tirar todo, pero no se puede, no hay laburo por ningún lado y es necesario seguir contra viento y marea.
Las ojeras violáceas surcan de este a oeste el rostro pálido de Sebastián. Con las primeras horas del día, viajó durante tres horas hasta que llegó a la feria de Ingeniero Budge para buscar los estrenos cinematográficos -que en ciertos reductos, como el tren de la línea Roca, se venden como pan caliente- y volvió a La Plata cerca de las nueve. Sin tiempo para el descanso, a las doce su paño ya estaba acomodado sobre la vereda de calle siete, cubierto por bolsas plásticas que llevan en su interior impresiones de baja calidad de los afiches de cine. De tanto en tanto, camina alrededor del puesto; su figura desvaída se recorta intentando estirar las piernas para despejarse un poco.
-Eh, con cuidado.- Dice cada vez que alguien toma uno de los DVD para, luego de estudiarlo con la expertice de un joyero, arrojarlo al piso sin ninguna precaución. En ese momento es cuando el ceño de Sebastián se frunce y sus ojos toman un aspecto vidrioso. Pero se encoleriza aún más cuando algún ocasional paseante camina distraído y pisa la mercadería. “No me salió gratis”, grita al mismo tiempo que intenta sacar las marcas de pisadas que los fugaces transeúntes graban sobre los plásticos.
Si bien la mercancía que Sebastián vende a diez pesos en la calle no fue comprada por más de un peso con sesenta, las ganancias a fin de mes son escasas. Los días de lluvia significan una pérdida segura para los vendedores ambulantes y cuando el clima lo permite, hay jornadas laborales completas que se pierden o por caída en las ventas o por la llegada de la policía que lo obliga a recoger los DVD, cuando no secuestran toda su mercadería. Eso, sin contar las veces que le robaron.
-La última vez fue hace un mes. Me afanaron el bolso entero. Decí que no dejo la plata ahí, sino los mataba-, confiesa el laburante sin ningún pudor ni remordimiento alguno por sus palabras.
Tanto para Sebastián, como para más del cincuenta por ciento de la población, llegar a fin de mes se torna una carrera maratónica, casi inalcanzable.

De persecuciones y yerba amarga
Roberto es un hombre diminuto, casi imperceptible. Su silueta se pierde en la marea humana que desanda día tras día. Cuando se sienta al frente del Rectorado, en el cantero de concreto que hay sobre calle siete, sus pies apenas consiguen tocar las baldosas. Junto a su cuerpo hay seis cajones de madera, acomodados contra el cemento, sobre los que se exhibe un letrero marrón con ofertas escritas con tiza.
Dice haber cumplido cuarenta años hace un mes, pero su apariencia delata más edad. Su cara extremadamente delgada resalta con brutalidad la nariz aguileña y las arrugas son ríos que surcan el continente de su rostro.
Antes de dedicarse a la venta ambulante, se ganaba la vida haciendo changuitas, cortando el césped de las casas, pero después de que muchos de sus clientes notaron que su economía se empobrecía por la crisis, las changas mermaron más y más hasta casi desaparecer por completo. Para ese entonces, un vecino le comentó sobre la posibilidad de comercializar verduras traídas directamente por ellos desde el Mercado Regional, y fue cuando Roberto pensó que había encontrado la solución a sus problemas. Lo que no sabía entonces era que llegaría una nueva dificultad, otro escollo por sortear. Ese nuevo “enemigo” a vencer tenía nombre y apellido: Patrulla municipal; los responsables de hacer que se cumpla la “ley y el orden” para que ningún buscavidas derrame su mercadería en las “limpias” calles platenses.
-Cuando llegué acá no tenía idea de lo difícil que iba a ser todo esto, desliza Roberto con aire de desaliento. El tono de voz del hombre es bajo, homologando la contextura física. Cuando habla, parece hacerlo tímidamente, como intentando no inquietar a nadie.-Lo más terrible de hacer la calle es que nos echan de todos lados; nos viven corriendo y si bien nosotros nos organizamos, esto no sirve para nada.
Durante la jornada gris de ayer, Roberto perdió toda la mercadería. En medio de un encuentro violento con la policía, prefirió arrojar las verduras en la vereda antes que entregárselas. “Es que era lo mismo, si dejaba que se lleven los cajones, me quedaba sin nada. Así, por lo menos no se apropiaron de mis cosas”. Ahora lo desvela pensar en cómo hará para cubrir las pérdidas. Es muy poca la oferta que pudo conseguir para hoy y, si esta semana no mejoran las ventas, no podrá volver a abastecerse cuando, durante el fin de semana, vaya al mercado.
Como a Roberto, es usual que a todos los vendedores ambulantes, sin importar el rubro al que se dediquen, se les incaute la mercadería en operativos que parecen imitar escenas de thrillers policíacos.
El único que asegura no haber tenido problemas de este tipo, es Sandro, un muchacho alto que vende café en calle ocho.
Sandro tiene un rostro hermoso, las facciones son perfectas, simétricas, tranquilamente podría haber sido modelo o relacionista público de algún boliche de la ciudad. Él sólo deseaba ser veterinario, pero todas las esperanzas se diluyeron después de que su padre abandonó a la familia para irse con una mujer que apenas superaba la edad de su hermana mayor. Con una casa poblada por cinco hermanos y una madre enferma gracias a años de trabajo riesgoso en una fábrica, no había alternativas: Sandro tenía que ayudar en la economía familiar.
-A mí no me molestan, pero eso porque todo el tiempo me voy moviendo con el carro.-Su cuerpo fibroso empuja desde hace años una estructura de metal, que siempre viaja cargada de termos y vasos de telgopor.
Asegura que por día camina más de cien cuadras “y no exagero”. Es que cada mañana se despierta alrededor de las seis para preparar café en grandes cantidades y después iniciar la marcha acompañado por su carrito.
El trayecto diario de Sandro se inicia en el Mondongo, donde vive con su familia, y recorre no sólo el centro de calle ocho, sino también las oficinas públicas de la avenida siete y el centro comercial de doce. Recién cuando llega el atardecer, puede volver hasta su casa y descansar las piernas durante algunas horas hasta que el despertador lo ponga otra vez de pie.

Vivir criminalizado
No existe vendedor ambulante que no ruegue ser comprendido como un laburante. Es que todos saben que su ocupación está mal vista y es objeto de penalizaciones no sólo policiales, sino también sociales.
Cuando acomodan sus paños, cajas de madera o mesas improvisadas en algún rincón de una calle transitada, saben que no pasará mucho tiempo hasta que alguna mujer, con los dedos cargados de anillos estridentes y exageradamente dorados, los mire con desprecio y musite “estos vagos no quieren trabajar”.
-Hay una señora que viene casi todos los días al Banco y siempre me mira como con asco. Una vez me preguntó porqué no salía a trabajar, yo traté de calmarme y le dije “señora, si no se dio cuenta, estoy laburando”. Ahora ya no les contesto, no sirve para nada, no lo van a entender nunca.-Mientras habla, Sebastián mira la piel de sus manos, que se secó hasta el extremo después de un invierno terriblemente crudo.
Como Sebastián, todos los vendedores tienen un abultado anecdotario de maltratos. Sandro, por ejemplo, jura que una vez una chica de no más de veinte años le dijo que era un desperdicio que con su cara estuviera tan arruinado. Él se sonríe, le es inevitable pensar que quizás no sea él quien está profundamente equivocado. “Yo quiero otra vida, pero ésta no me avergüenza para nada. Quiero ver si alguno de los que me critican es capaz de patear lo que yo pateo por día”.
Estos hombres y mujeres que viven en las calles más de ocho horas diarias, saben que lo suyo es un trabajo arduo. Lo sienten en sus piernas agotadas después de tanto caminar, en sus voces difónicas a causa de los gritos que insume la promoción de los productos que tienen en venta y en sus pieles corroídas por el viento y las condiciones climáticas que, sin importar la estación del año, atacan directamente sobre sus organismos cansados. Esos dolores que experimentan sus cuerpos cada noche al regresar a sus hogares, son motivo suficiente para que no haya hostilidad ignorante que les aventure la idea de darse por vencidos, es que ellos, los vendedores ambulantes, hace años iniciaron una guerra encarnecida por conseguir el derecho a trabajar.

lunes, 6 de octubre de 2008

Cómo comprar compulsivamente y no morir en el intento

La Salada es una feria que comprende doce manzanas desplegadas a orillas del Riachuelo. Miles de visitantes se acercan hasta ahí dos veces por semana para comprar mercaderías a precios económicos y hacerle frente a la pobreza.

Por Carolina Sánchez Iturbe

El olor a mierda en La Salada es intenso. Durante todo el “tour de compras”, ése aroma proveniente del Riachuelo es el único compañero de quienes se acercan a la madrugada hasta esta conjunción de cuatro ferias armadas en Ingeniero Budge, una de las zonas del conurbano bonaerense más afectadas por la pobreza.
La Salada, que durante el período peronista era un balneario público con la particularidad de poseer piscinas termales de agua salada, en la década de los ’90 se empezó a convertir en el templo del comercio paralelo. Como todo lugar marginal, su inicio fue lento: al principio un par de familias oriundas de Bolivia se instalaron en algunos de los terrenos que hoy conforman la feria y que estaban abandonados. Después, llegaron más comerciantes y con ellos se formó la piedra fundamental de la feria: Urkupiña Sociedad Anónima, nombrada así en honor a la Virgen que se venera en la ciudad boliviana de Quillacollo.
Tiempo después, Urkupiña se dividió en Cooperativa Ocean y Punta Mogotes Sociedad Anónima. La Salada ya estaba casi lista; sólo faltaba que se terminara de formar la ribera, un lugar de venta aún más afectado por la exclusión que el resto de la feria y que se dispondría a cielo abierto junto al Riachuelo. Ahora con los cuatro paseos de compras organizados, son miles las personas que, durante las madrugadas de los jueves o las mañanas de los domingos, viajan hasta Lomas de Zamora (partido al que pertenece Ingeniero Budge) para abastecer de mercadería a sus negocios empobrecidos o para palear la crisis comprando artículos a precios más que prometedores.

La Plata, 11 P.M.
Hoy Susana cenó temprano. Ella es una mujer pequeñita y de cabellos anaranjados, a causa de una tintura rubia que no fijó bien el color. Hace casi una hora que ultima detalles para que cuando la recoja la combi todo esté organizado. Mirta, la que “arregla los viajes”, le dijo que a las diez y media la buscaría por su casa, pero aún no ha llegado.
Cuando la bocina suena, Susana se apresura a salir a la vereda. El conductor, sin embargo, la llama repetitivamente, es que todavía tiene que “levantar” a seis personas más y no quiere que se le haga aún más tarde.
-Que noche de mierda.-Es lo único que Susana logra decirle a Mirta cuando la saluda, antes de subirse a la combi. Es que el clima no es amigable: el frío húmedo se hace sentir en los huesos y la llovizna constante permite imaginar que en La Salada el barro cubrirá hasta las rodillas.
Susana se acomoda en uno de los veinte asientos tapizados de azul del vehículo. El viaje es incómodo, las butacas no se reclinan y el pasillo es demasiado angosto para la cantidad de bultos que los pasajeros cargarán cuando regresen de la feria.
Durante el viaje, Susana recuerda cómo empezó en esto. Después de que la crisis de 2001 la dejara sin trabajo, ella decidió buscarse alguna changuita que le permitiese solventar sus necesidades y las de Patricio, su nene de nueve años. Al principio fue moza en un boliche de mala muerte, pero el sueldo era demasiado bajo y la clientela excesivamente violenta. Después de discutir con un borracho, el dueño del lugar la echó. Decidió que la noche no era la suyo. Sin embargo, ahora sigue trabajando de madrugada, yendo a buscar, una vez por semana, mercadería a La Salada.
Esa mercadería que Susana trae desde Ingeniero Budge es la que después compran sus vecinas de la Favela, sentadas alrededor de una mesa de fórmica acomodada en el centro de un comedor pequeño. En el fondo, la mujercita de cabellos anaranjados desprecia a sus clientes: “están llenas de pibes, compran lo más barato, así que yo no les traigo lo que es lindo, sino lo que se vende a cinco pesos”.
Mario, el chofer de la combi, acaba de recoger al último pasajero: Sebastián, un flacucho de Tolosa que viaja acompañado por su madre. Su rubro no es la indumentaria, va hasta La Salada para abastecerse de DVD pirateados que comprará a un peso con sesenta cada uno y venderá a diez pesos en una esquina de la calle doce de La Plata. Aunque la ganancia que le deja el mercado cinematográfico parece jugosa, Sebastián dice que de todos modos tiene gastos fijos: el viaje a la feria que está junto al Riachuelo y “el arreglo para poder trabajar”, que le cuesta doscientos pesos semanales.
-Mi vieja viene porque tenía ganas de acompañarme, yo le dije que era un asco, pero hinchó tanto…-A Sebastián le asombra que alguien quiera ir hasta La Salada sólo para pasear. Si bien lleva dos años de actividad en la piratería, todavía no pudo acostumbrarse al cansancio que produce ese viaje de madrugada.
Silvia, la madre de Sebastián, es una mujer petisa y de rostro redondeado, que disfruta del recorrido, lo experimenta como “una aventura”. Además, no intenta esconderlo: está orgullosa de su hijo, el mayor de los cinco chicos que tiene y el único que, a pesar de que no pudo convencerlo de terminar el secundario, dejó las malas juntas para ponerse a trabajar cuando su novia quedó embarazada.

La Salada, 2 A.M.
Cuando la combi llega hasta el camino que conduce al interior de la feria, una hilera de vehículos idénticos entre sí se despliega frente a ella. Todos son blancos, con vidrios polarizados y están cargados de pasajeros.
-Por este colectivo trucho nos tuvimos que desviar.-Mario habla por nextel con algún contacto que tiene dentro de la organización de La Salada, y que le permite circular por la feria para acomodar la combi en el estacionamiento que hay sobre el galpón Punta Mogotes. Ahora, el chofer no pudo llegar hasta ahí, un micro anaranjado, parecido a los de escolares que se utilizaban para realizar excursiones en otras épocas, se detuvo en medio del camino y decenas de personas empezaron a descender de él.
A causa de los bocinazos, Mario se desvía. Frena el coche a un costado del camino, cuando aún faltan cien metros para llegar hasta la feria.
-Estaban con fierros y todo, salieron corriendo para allá, con los fierros en la mano.-Un adolescente delgaducho y enfundado en unos pantalones deportivos tres talles más grandes que el suyo, habla a viva voz. Está parado junto a la combi de Mario, a su lado hay otro muchacho que, por la vestimenta y la postura del cuerpo, podría tranquilamente hacerse pasar por su hermano gemelo. Ese otro joven asiente con la cabeza y silenciosamente el relato que su amigo realiza a los gritos para un hombre corpulento.
-Estos negros de mierda. Son todos chorros.-Susana mira con desprecio a los dos chicos que están de pie junto a la combi y los sentencia, elevando el tono de su voz, como deseando que la oigan. Ninguno de sus compañeros de viaje expresa acuerdo con el comentario de la pequeña mujer, por el contrario, todos desvían la mirada.
Mirta se para en el medio del pasillo del coche y pasa por los asientos a recoger los treinta y cinco pesos que cada pasajero le paga por el viaje, no sin antes anotar sus nombres de pila en un pequeño papel arrugado que luego guardará en su bolsillo. Cuando termina con la tarea de cobranza, les informa que demorarán en estacionar el vehículo, así que quien quiera bajarse ahí, puede hacerlo. Todos se levantan de sus butacas y se dirigen hacia la puerta.
-Seis menos cuarto arriba. Sean puntuales.-Luego de dejar en claro el punto de encuentro para el regreso, Mirta cierra la pesada puerta de la combi y los pasajeros inician su trayecto hacia La Salada.

Entre el barro
El camino desde la combi hacia la feria es estrecho. Son numerosos los coches que se estacionaron sobre la vereda, que carece de baldosas por lo que el barrial, formado por el efecto de la lluvia incesante durante casi una semana, es imposible de esquivar.
Una hilera de personas camina zizagueante y en fila india por el cordón de la vereda. Cada tanto, éste está roto y la gente debe descender a la calle para convertirse en destinataria de los bocinazos de los autos que lograron zafarse del embotellamiento. Las zapatillas se enchastran de barro rápidamente y el zigzag es abandonado. Más adelante, otra vez los coches están detenidos, con los motores encendidos y ansiosos de seguir con su rumbo.
La peregrinación hace recordar a la festividad de la Señora que ya está en los cerros: centenares de personas yendo a pie hasta el lugar más alto del camino, en este caso la feria, donde el olor a las comidas típicas se entremezclará con el sonido de la música folklórica que recibe a los visitantes.
Si bien en La Salada no se escucha música tradicional, sí puede considerarse folklore a la cumbia villera y el reggeaton, que en la feria se oye desde los parlantes enconados que se distribuyen junto a los puestos de venta de música pirateada. Las comidas, al mismo tiempo, son abundantes y típicas del lugar: choripanes preparados con una salsa espesa y grasosa, papas fritas dispuestas en fuentes metálicas a la vista de sus consumidores y empanadas fritas, cocidas con un oloroso pimentón extra dulce, que tiñe de rojiza a la carne y a la papa que sirven de recado.
La diferencia sustancial con cualquier festividad norteña, de seguro, la da el río. Desde varios puntos de la feria puede verse esa extensión de agua dulce, que luego del puente de La Noria deja de denominarse Río La Matanza para convertirse en el Riachuelo. Por causa suya, los aromas de las comidas fritas se entremezclan con el intenso olor a podrido que despide esta cuenca, logrando taparlos por completo en las zonas más aledañas.
Los clientes, sin embargo, parecieran no percibir la pestilencia proveniente del Riachuelo, y en cambio se internan velozmente en la feria de la ribera, donde comerán algunos de los preparados que se ofrecen a modo de cena. En el interior de los galpones, los comerciantes aún están acomodando sus puestos, así que los compradores inician su recorrido en los angostos pasillos que hay en el exterior de los tinglados.
Algunos puesteros acondicionaron el lugar cubriéndolo con plásticos, por lo que los visitantes pueden realizar sus compras sin que la llovizna les humedezca la ropa, pero en los puntos de venta que están más alejados de Urkupiña, Punta Mogotes y Ocean, los comerciantes no pudieron hacer lo mismo porque sino hubieran tapado la luz que brinda el alumbrado público, única luminaria con la que cuentan.
-¿A favor de quién están? ¿Lafauci o la mexicana tetona que lo escupió?-Un muchacho petiso se lo cuestiona a cada uno que se acerca a su puesto, donde vende jeans imitación a treinta y cinco pesos. Alrededor de la estructura de metal y madera, otros cuatro chicos toman cerveza con el joven y se ríen cada vez que éste formula la pregunta. Los que pasan por ahí sólo sonríen y aceleran la marcha: tantos muchachones juntos les provocan cierto resquemor.
A pesar de que la acumulación de muchachos despierta desconfianza, algunos no parecen temer de los magos que, rodeados de casi una docena de personas, realizan trucos con una canica y tres vasos.
-Dame los seiscientos pesos así te pago.-El gordo que minutos atrás jugaba a esconder una bolita bajo tres recipientes blancos, le exige a una mujer delgada que le entregue el dinero que tiene en una de sus manos. Ella sólo mira a los jóvenes que se pararon a su lado, luego, temerosa, le da los billetes.
-Cagó, perdió la guita.-Un puestero mira atentamente la escena. Después, empieza a ordenar las pilas de remeras de algodón estampado que ofrece para la venta.-Estos son unos mafiosos… Dejan a todos secos, y si te quejás, vienen sus matones y te dan una paliza.
En uno de los pasillos de la ribera se forma un embotellamiento de gente. Los galpones ya están listos para recibir a los visitantes y, como el frío es intenso, algunos grupos de personas se abalanzan hacia las puertas de los tinglados. Otros compradores, a pesar de que allí no hay seguridad, prefieren continuar su recorrido por la feria que se dispone a cielo abierto. Así, decenas de personas se empujan entre sí y, finalmente, se forman dos vías de circulación que van en sentido opuesto. Cuando aparece alguna mujer cargando un carro lleno de mercadería, los que están a su lado protestan por los golpes que las bolsas les propinan en las piernas, y ella, enfurecida, les aclara a los gritos que será mejor que no toquen sus mercancías. Sobre el tablón de madera de uno de los puestos, una nena duerme acurrucada bajo una colcha de lana agujereada. Pareciera que ella no es partícipe de la vorágine en la que está inmersa ahora La Salada.

En los galpones
En La Salada son tres los galpones que ofrecen mercadería a los visitantes: Urkupiña, Punta Mogotes y Ocean. Cada uno de ellos posee más de un centenar de puestos, organizados a través de pasillos. Para un visitante nuevo, es difícil saber cuál de los tinglados está recorriendo, es que son todos idénticos, de pisos grises, iluminados precariamente con tubos fluorescentes, calurosos y con todo tipo de mercadería puesta en exhibición: vestimenta colgando de la parte superior de las estructuras metálicas o DVD y CD pirateados dispuestos sobre las tablas de madera.
Hay quienes dicen que en Punta Mogotes se ofrece la mejor calidad de indumentaria. Lo cierto es que esa feria es la más organizada en cuanto a seguridad (posee personal de seguridad privada en el acceso), pero los productos que están en venta son muy similares a los de los demás predios.
Alrededor de algunos puestos, los más populares, se congrega un grupo de personas. Cada una de ellas posee un carro y una bolsa en la que resguarda la mercadería que acaba de obtener. En uno de los puntos de venta de indumentaria para jóvenes, cinco mujeres esperan su turno. Un hombre mayor acompaña a su esposa y la asesora acerca de qué prendas será mejor comprar para que “tengan más salida” en el local que ellos montaron en su ciudad. Un señor canoso, junto a una mujer cincuentona, atiende a los clientes a gran velocidad. A muchas de sus compradoras ya las conoce desde hace tiempo, por lo que las llama por su nombre e incluso se atreve a hacerles bromas.
El canoso les muestra con detenimiento las prendas que tiene para la venta y las mujeres, luego de mirarlas con atención, deciden si las llevarán. Todas gastan alrededor de trescientos pesos en ese puesto y él nunca les entrega a cambio una factura. Cuando se acerca al lugar alguien que no aparenta frecuentar La Salada, el hombre le advierte con voz seca que la compra mínima es de tres prendas e inmediatamente atiende a alguna de las clientas que sabe que llevará una gran cantidad de mercadería.
Por los pasillos angostos de los galpones circula mucha gente. Si bien el lugar sólo está predispuesto para que caminen cómodamente dos personas con sus carritos, esto no parece ser un impedimento para que ellas se muevan a gran velocidad por el lugar, llevando delante de sus cuerpos y bajo su supervisión sus carteras y mochilas.
-¡Cuidado. Permiso!.-Un hombre delgado arrastra un carro de metal oxidado, repleto de bolsas de consorcio llenas de mercadería. Él grita para advertir que está por pasar por el pasillo, sin embargo no aminora la velocidad de su marcha. Cada tanto, atropella a algún comprador distraído y, sin mirarlo, sigue su camino.
Son numerosas las personas que se dedican a transportar grandes cantidades de mercadería en carros. Generalmente, ofrecen este servicio a los puesteros que acaban de llegar, y que recién están montando sus negocios, o a los compradores que invirtieron cientos de pesos en La Salada y que necesitan llevar los productos hasta sus coches, que fueron estacionados en el exterior de los predios.
En el interior de los tinglados, no sólo los puesteros ofrecen mercancías, también hay vendedores ambulantes que comercializan calculadoras, cintas de embalar, bolsones de tela, biromes, sándwich de miga y bolsas plásticas. Ni siquiera cuando se producen amontonamientos de gente, dejan de promocionar a los gritos lo que están vendiendo.
En los tres galpones, el sonido de las voces de los vendedores y de los compradores, se entremezcla con una radio que se oye a gran volumen y cuya programación está diseñada por La Salada. Así, por ese medio se realizan todos los anuncios que sean necesarios. Una voz femenina y aguda es emitida por un altoparlante, “dirigirse al puesto ciento veinticuatro, entre el pasillo I y el pasillo ocho”. Cuando la locutora termina de dar el informe, en todos los salones empiezan a sonar las estrofas cantadas por Néstor en Bloque:

“Tres de la mañana en un hospital
Una madre llorando va
Por su hijo que dice encender el humo
Que le costó la vida....”

A medida que avanza la madrugada, la gente aminora su paso. Las bolsas que carga son cada vez más pesadas y el cansancio empieza a hacerse sentir en sus piernas y cinturas adoloridas. Algunos de los que recorren los predios parecen mareados, abombados por el efecto que produce la demasía de mercadería expuesta, el exceso de sonidos continuos y los intermitentes golpes que reciben cuando se forman aglomeraciones de compradores. Sin embargo, ninguno desatiende su tarea: aún quedan algunas horas para que la feria cierre, así que no queda más opción que seguir comprando.

El fin del tour
A pesar de lo adverso del clima, con la llegada de la primavera, amanece más temprano. A las seis de la mañana, ya hay claridad y la sombría iluminación del día exhibe sin tregua los rostros ojerosos y agotados de los visitantes de La Salada. Muchos de ellos, tienen los ojos hinchados y llorosos por la falta de sueño. La mayoría agradece que finalmente se termine su travesía en la feria.
La combi de Mirta ya tiene el motor encendido. Sus pasajeros llegan a paso lento hasta el estacionamiento que se despliega sobre el predio Punta Mogotes, y desde el cual se pueden ver a la perfección las doce manzanas que conforman La Salada.
Todos se ubican en los mismos asientos en los que se acomodaron durante el viaje de ida, y cuando alguno no lo hace, Mirta advierte que deberá regresar a La Plata en la misma butaca en la que fue hasta Ingeniero Budge. Entonces, el pasajero, seguramente sin protestar debido a la carencia de energías para hacerlo y al temor de quedar varado en aquel lugar, se sienta en su ubicación anterior.
Cuando la combi arranca, los comerciantes de la ribera están desarmando lentamente sus puestos, aunque algunos no lo hacen, a la espera de algún cliente tardío. Las cubiertas del vehículo se cubren de barro y avanzan a gran velocidad, como intentando dejar atrás, de una buena vez, el olor nauseabundo que despide el Riachuelo. Al llegar a la terminal de ómnibus de Puente La Noria, los pasajeros van en silencio. Algunos abrazan las carteras y mochilas que llevaron consigo, todos encontraron alguna posición incómoda, que de seguro les dejará alguna contractura en el cuerpo, para dormir. La madrugada ha sido intensa y el trabajo agotador. La Salada, como cada semana, les exigió el esfuerzo de mantenerse despiertos no sólo para realizar sus compras, sino, y sobre todo, para hacerle frente a la pobreza.

martes, 23 de septiembre de 2008

En busca del jackpot y del cartón salvador

Las luces del bingo llaman. Hacía cinco minutos que se había bajado del taxi que la había dejado en la esquina de diagonal 80 y 116 y, a pesar de que el viento helado jugaba con las tablas de su pollera, no podía dejar de ver las lucecitas blancas que sobre un fondo rojo sangre titilaban. La gente a su alrededor, en cambio, se apresuraba para entrar al edificio casi empujándose entre sí. Un hombre anciano y pequeñito empujaba la silla de ruedas de la que seguramente era su esposa. La mujer señaló a Silvina con el dedo y los dos rieron. Recién entonces la muchacha creyó que lo mejor sería entrar de una buena vez.
Subió las escaleras y se sonrió al notar que desde la puerta podía oír el sonido de las monedas cayendo en un tragamonedas. Algún afortunado, pensó mientras empujaba con fuerza el vidrio que con un esmerilado tenía dibujado el logotipo del bingo y que la separaba del interior del edificio.
El olor a humo la hizo estornudar. Se rascó la punta de la nariz, un tic que tenía desde pequeña, y entonces notó que un policía la observaba. Comprendió que debía pasar por el detector de metales. Se volvió sobre sus pasos y, saludando al oficial, cumplió con el control.
La sala de máquinas del Bingo de La Plata se desplegaba ante sus ojos. En el techo había las mismas luces blancas que en el exterior, pero ahora habían sido colocadas sobre un fondo azul. Pensó en el parque de diversiones que había visitado su pueblo durante su infancia… En aquel momento todo era distinto, más simple, menos doloroso.
Miró los slots que se ubicaban uno tras otro. Las luces que emanaban sus pantallas eran intensas y el movimiento de los dibujos sumamente veloz. En casi todos los puestos tapizados de azul había alguien sentado jugando. Silvina pensó que lo mejor sería buscar una zona más alejada de la puerta, quizás así podría probar un poco de suerte hoy.
Caminó lentamente por la alfombra roja con detalles azules y ocres hasta llegar al stand de información. Una empleada la miró con tanta seriedad que no se atrevió a dirigirle la palabra. En cambio, tomó un ejemplar de cada uno de los panfletos que había sobre el mostrador de madera clara. Se decepcionó al descubrir que ninguno de ellos le sería de utilidad: uno alertaba acerca de los peligros de la ludopatía y los otros dos solicitaban opiniones y sugerencias acerca del estado de la sala de máquinas y del salón de bingo. Los guardó en su cartera y se dirigió hacia el espejo que estaba al lado de la repisa. No pudo evitar leer el cartel que advertía “el jugar compulsivamente es perjudicial para la salud”. Luego, a través del espejo vio pasar a una mujer vestida con un chaleco de polar anaranjado. La gente se viste mejor en el barco, pensó mientras intentaba prolongar el largo de su pollera que, claramente, era desatinado para el lugar. En fin, dicen que acá se gasta menos, se consoló mientras intentaba quitar de su mente la imagen del casino de Puerto Madero, al que ya era asidua.
Fue hasta una isla de máquinas que se encontraba cercana a la cafetería. Este es un buen lugar para sentarse, se dijo al tiempo que se ubicaba frente a un tragamonedas y se disponía a esperar que uno de los empleados del bingo pasara junto a ella para darle cambio.
Con un gesto llamó al muchacho que vestía pantalones beige y camisa blanca. Le pidió cambio de doscientos y luego, con una pequeña sonrisa, agradeció. El joven se retiró rápidamente y minutos después se le acercó nuevamente para dejarle un ticket.
Introdujo algunas de las monedas en la máquina, seleccionó “Bet Max” para realizar la mayor apuesta y después miró fijamente los símbolos que giraban vertiginosamente en la pantalla. Quizás sea la noche del jackpot, se alentó mientras los dibujos empezaban a detenerse. Resopló al descubrir que no había logrado hacer ninguna coincidencia, por lo que volvió a repetir la operación. En el slot contiguo se sentó un hombre cuarentón. Su esposa se ubicó detrás de la silla de él y, indicándole cuántos créditos jugar, se apoyó en el respaldar.
Silvina jugó hasta que el crédito que había introducido en la máquina se le terminó. Después decidió que sería mejor dirigirse a otra máquina, estaba agobiada por los golpes constantes que el hombre daba con sus dedos regordetes al centro de la pantalla del tragamonedas y por las frases de aliento, entrecortadas por las risotadas, de su mujer:
-Ya va a salir, gordito. Vamos que sale.
Caminó hacia la puerta doble de dos hojas de madera que arriba tenía un cartel con letras que decía: “prohibido el ingreso”. Esquivó a una señora teñida de rubio que caminaba zigzagueando con un vaso blanco con monedas en el interior. Cualquiera diría que está perdida, musitó después de notar la mirada desorbitada de la mujer.
Al llegar a la máquina de black jack, se puso de pie detrás de una de las sillas para esperar que algún puesto se desocupara. Una mujer joven metía monedas una tras otra en la ranura de la máquina. Su amiga, una rubia veinteañera, fumaba un cigarrillo y buscaba diferentes posiciones para mantener su cuerpo de pie detrás del de su compañera.
-¿Ya nos vamos?
-En un ratito, esperá que termine esta vuelta.
-¿Otra más?-Resopló con resignación.
En la pantalla del black jack, una crupier rubia y de rasgos suaves movía los labios, sin embargo no se oía su voz. De a ratos, la imagen se distorsionaba, provocando que una línea horizontal recorriera el cuerpo de la empleada virtual del bingo. Luego de repartir las cartas entre los apostadores, la cabeza de la tahúr se quedaba inmóvil para después realizar un salto abrupto y dirigir la mirada hacia el otro extremo de la mesa.
Silvina se apoyó en el respaldo de la silla en la que estaba sentado un hombre delgado que hacía sonar sus dedos a cada rato. Miró los rostros de los jugadores y pudo entender que difícilmente desocuparían la mesa en la próxima hora. Es imposible que se vayan, aún nadie notó que el brazo de la crupier se puso rojo, se dijo mientras pensaba adónde haría su próxima apuesta.
Caminó hasta la sala Glaciar Perito Moreno y, empujando una puerta similar a la de ingreso al edificio, entró en su interior. La recibió una muchacha vestida con una pollera beige que le cubría las rodillas.
-¿En que mesa desea jugar?
-Una ruleta.
La empleada del bingo la acompañó hasta una máquina multipuesto que en el centro tenía una ruleta, cubierta por un acrílico redondeado, y que podía verse en un monitor que estaba ubicado en uno de los extremos de la mesa. Silvina se sentó frente a una de las pantallas táctiles y, después de introducir monedas en la ranura, decidió hacer algunas apuestas a pleno, otras a semipleno y un par más a cuadro y a línea. Una voz femenina y metálica anunció “no va más” y la muchacha ganó una línea. Sonriente por su reciente victoria, la joven volvió a repetir la jugada que, esta vez, no fue beneficiosa.
Después de cinco derrotas sucesivas, se dijo que era tiempo de cambiar de estrategia. Recogió el vaso con monedas y decidió probar suerte en la mesa octogonal que estaba al frente de ella. Se sentó junto a un hombrecito pequeño que bebía un champagne acorde al tamaño de su cuerpo, le sonrió esperando que le ofreciera una copa de aquella bebida, pero él no lo hizo. Esta era una ruleta más chica, por lo que la cercanía a sus compañeros era mayor; le resultaba más amigable que fuera así. Se dispuso a realizar una sola apuesta y, en base al resultado de ésta, deliberaría si cambiar de juego o no. Luego de perder, pensó que las carreras de caballos serían la mejor opción.
Mientras esperaba que un puesto se desocupara, pensó en cómo había llegado hasta allí. Hace algunos años todo esto me daba impresión, se dijo mientras se le dibujaba una pequeña sonrisa en el rostro. Recordó que la primera vez que había ido a un lugar como este había sido de casualidad, intentando evadir el problema de alcoholismo que por entonces tenía. En la mesa de black jack del casino flotante había apostado un par de manos y, después de comprender que no entendía la mecánica de juego, se había sentado junto a la barra a beber y escuchar como un hombre, al que jamás volvería a ver, le daba una clase magistral acerca de los jugadores. Recién después de oírlo, se pudo convencer de que el mundo del azar era apasionante y volver al barco a la semana siguiente.
Una mujer cincuentona vestida con pantalones demasiado ajustados y con una torera de piel sintética que imitaba ser la de una nutria se levantó bruscamente de su silla. Acababa de perder la última moneda que le quedaba y, sin dinero, no tenía más opción que retirarse del bingo. Silvina aprovechó la oportunidad para sentarse frente a uno de los monitores. El hombre que estaba junto a ella llamó a uno de los empleados y los dos le pidieron cambio. El muchacho volvió velozmente con varias pilas de fichas envueltas en papel. El jugador golpeó los fajos contra uno de los bordes de la mesa para así quitar el envoltorio, ella, en cambio, los abrió con delicadeza. Insertó cinco créditos en la ranura y empezó a hacer apuestas. El pequeño caballo plástico con pechera blanca llegó primero, otorgándole un triunfo a Silvina. Ella decidió que jugaría un par de manos más y se iría a otra máquina: los caballitos, en realidad, la aburrían.
Tras un par de vueltas de aquellos muñequitos plásticos, Silvina saludó a sus compañeros de mesa y se retiró de la sala Glaciar Perito Moreno. A pesar de que el invierno recrudecía la piel en la ciudad, en el interior del bingo el clima era caluroso y espeso.
Caminó con velocidad hasta la puerta vidriada de la habitación. Un empleado acababa de abrirla, por lo que era el momento propicio para ingresar a la sala de bingo. Buscó con la vista una mesa disponible en el largo salón. Se acercó a una que se encontraba a pocos metros del baño y le preguntó a los apostadores si aquel lugar se encontraba libre. Un hombre cuarentón y con la frente enrojecida le contestó con un gesto que podía sentarse allí. Silvina se acomodó en uno de los asientos tapizados con tela roja y la mujer morena de anteojos que estaba junto a ella intentó ser simpática:
-Está lista para ganar.
-Muchas gracias.-Contestó Silvina mientras se esforzaba para sonreír.-Espero que todavía se pueda cenar.
-Pero sí, acá se puede comer hasta tardísimo.-El cabello de la señora era demasiado corto y destacaba la redondez de sus mejillas.
Una muchacha de unos veinticinco años se acercó hasta la mesa donde estaba Silvina, que en números rojos tenía escrito un setenta y uno, y anunció que tenía cartones de un peso. A pesar de que todos sus compañeros compraban por lo menos un par, Silvina adquirió sólo uno y lo pagó con una de las fichas que le habían quedado después de cambiar dinero a uno de los empleados del sector de las máquinas electrónicas. Tengo que recordar que no puedo gastar tanto dinero, se dijo mientras recordaba los últimos dos mil pesos que había perdido en una ruleta de Puerto Madero.
Detrás de un mostrador de madera clara, una joven anunció por el micrófono “Primer número”. Un chico vestido con el uniforme del bingo gritó “momento” y, mientras caminaba velozmente por la alfombra roja de la sala, continúo diciendo “último”. A él se sumaron otros muchachos, haciendo que el bullicio en la sala fuera intenso. El hombre de la frente enrojecida levantó la mano y la vendedora de cartones se acercó corriendo.
-Traeme dos más.
-Faltan dos.-Gritó la chica y, ante la señal de uno de sus compañeros, corrió velozmente por el salón.
Después de arrojar los cartones sobre el vidrio que cubría el mantel beige de la mesa, tomó los dos pesos que el hombre le había dejado junto a su vaso de cerveza.
-Primer número, repito.-Anunció la voz de la empleada.-Veintiuno.
La sala se quedó en silencio. Durante el sorteo sólo se oía el sonido del bolillas mezclándose en el bolillero, la voz de la muchacha a través del micrófono y el retumbe de los pasos de los empleados en la alfombra del salón.
Todos los jóvenes uniformados con camisas blancas y polleras o pantalones beige, dependiendo de su género, hacían una fila junto al mostrador. Un hombre que parecía aún mayor al lado de ellos y de labios sumamente contorneados, controlaba el dinero que los empleados le entregaban. Después les daba los cartones que venderían minutos más tarde para la próxima vuelta.
-Línea.-Una mujer de cabello frondoso gritó sin despegar la vista de los cinco cartones que tenía frente a ella.
Una de las empleadas anunció con voz chillona “línea” y, después de correr hacia la mesa, anunció “quinientos cuarenta y nueve”, mientras dejaba sobre la mesa un trofeo plateado.
En el salón se oyó un murmullo. Una muchacha había apoyado con firmeza el fibrón negro en la mesa y, mientras sacudía la cabeza, repetía “¿cómo puede ser tan rápido?, ¡por dios!”.
La empleada anunciaba desde el mostrador y con una velocidad increíble:
-Cartón quinientos cuarenta y nueve. Veintitrés, treinta y uno, cincuenta y seis, sesenta y ocho, noventa. La línea es correcta. Una línea más. Continuamos.
Otra vez, el silencio se apoderó de la sala. La muchacha anunciaba los números que se reproducían, a la vez, en las diferentes pantallas que estaban colgadas en la parte superior de todas las paredes de la habitación y en los televisores de veintiún pulgadas que, ubicados en los extremos del lugar, mostraban un primer plano de las bolillas.
-Se han extraído treinta y nueve bolillas.-La muchacha anunciaba por el micrófono con voz suave.
-Ya está, es la perdición.-Susurró la mujer treintañera que estaba sentada a uno de los lados del hombre de frente rojiza.
Silvina la miró de reojo, pero, temiendo perderse algún número, decidió que lo mejor era prestar atención al cartón que había pegado al vidrio de la mesa con stickers rojos que en el centro tenían el logotipo del bingo.
-Bingo.
La gente que estaba sentada junto al hombre sexagenario que acababa de anunciar su triunfo festejó. Los demás jugadores se lamentaron y el hombre que estaba sentado en la misma mesa que Silvina se rascó con fuerza la frente. Entonces, ella comprendió porqué la tenía roja. Andá a saber hace cuántas horas que se lastima la frente, pensó mientras intentaba no mirarlo para evitar causarle incomodidad.
Un chico corrió por el salón con un trofeo dorado entre sus manos. Luego de que gritara “cuatrocientos treinta y nueve”, la empleada desde atrás del mostrador inició el control.
-Cartón cuatrocientos treinta y nueve. Trece, treinta y ocho, cincuenta y seis, setenta y dos, tres, quince, treinta y nueve, cuarenta y uno, ochenta, cuatro, veintidós, cuarenta y cinco, sesenta y seis, ochenta y nueve. El bingo es correcto. Un bingo más.
Mientras en el salón empezaba a escucharse la voz de Bono cantando “With or without you, I can´t live with or without you”, una muchacha delgada caminaba con velocidad por uno de los costados de la sala. En una de sus manos llevaba en alto una bandeja plateada llena de botellas y vasos. El peso de la carga hacía que su cuerpo se contorneara hacia el lado opuesto. El chaleco bordó la distinguía de las demás empleadas del bingo.
-Esa es nuestra moza… Para que le pidas la cena.
Segundos después se paró junto a la mesa la misma vendedora de cartones de minutos atrás y anunció que la próxima vuelta también sería de un peso. Silvina tomó dos de las monedas plateadas del bingo y recibió los papeles azules. Los adhirió con prolijidad a la mesa. En poco tiempo había adquirido una nueva cábala: los stickers debían pegarse derechos.
Una muchacha se acercó a la mesa y, saludando a la mujer morena, se sentó junto a ella.
-¿Tu vieja ganó algo en las maquinitas?
-No, sigue ahí, probando. ¿Acá cómo van?
-Igual. Nada, nada. Pero ésta es la mía, hasta el bingo no paro.
Todos en la mesa rieron ante el comentario optimista de la mujer morena. Nadie cree que realmente ganará, pensó Silvina mientras fingía una risotada aguda.
Nuevamente se inició el sorteo. En la mesa aledaña, un hombre regordete exclamó un sonoro “shhhh” para silenciar a las dos señoras que, muy perfumadas, comentaban entre ellas la suerte que habían tenido el día anterior en el bingo.
-Trescientos cuarenta pesos.-Susurró una de ellas, pero luego de que el gordo la mirara con agudeza, decidió guardar silencio y, en cambio, beber la cerveza que un mozo acababa de dejar frente a ella apoyada sobre un apoyavasos blanco con el logotipo del bingo dibujado en color rojo.
La mujer morena repetía en voz baja “dieciocho, dieciocho”. Segundos después se le sumó la muchacha que estaba a su lado. Las dos coreaban el número una y otra vez, mientras dibujaban con el fibrón negro líneas en la mesa.
-Setenta y dos. Siete dos.-Anunció la voz de la joven que estaba sentada tras el mostrador.
-Línea.-Anunció una señora que no se había quitado la campera deportiva a pesar del calor que hacía en la habitación.
-Mierda.-La morena tomó una servilleta y borró las marcas que había hecho sobre el vidrio.
-No importa. Ahora se viene el bingo.-La consoló la mujer más joven.
Después de cerciorarse que la línea cantada era correcta, la empleada continuó relatando los números de las bolillas que salían sorteadas.
Las exclamaciones se volvieron a oír en la sala, luego de que un hombre de dedos gruesos como salchichas levantara la mano al mismo tiempo que gritaba “Bingo”.
-Unito más y me voy.-Dijo sin mirar a ninguno de sus compañeros de mesa el hombre de la frente enrojecida.
Daniela, la moza, acercó el pedido de Silvina. Ella le agradeció y le pagó con veinte pesos. La camarera arrojó sobre la mesa cuatro monedas plateadas con la insignia del bingo que servían de vuelto. No me voy más con estas fichitas, musitó Silvina al mismo tiempo que agregaba sal a la comida.
-Este es de dos.-Anunció la muchacha que vendía cartones.
-No juego.-El hombre de la frente enrojecida evitaba mirarla, como si con ese gesto pudiese controlar sus deseos de jugar.
Silvina compró dos de los cartones verdes y los colocó junto a su plato. El hombre entonces le pidió a la muchacha que le dejara tres boletas, mientras sonreía se excusaba diciendo “me arrepentí”. Por primera vez en la noche, Silvina se reía genuinamente.
Segundos después los vendedores empezaron a recorrer el salón gritando reiterativamente “una más”. La joven que hasta recién había estado tras el mostrador, ahora también vendía cartones y un muchacho de voz gruesa la reemplazaba frente al micrófono.
El sorteo de dos pesos tampoco había sido beneficioso para Silvina y sus compañeros de mesa. Casi sin darse cuenta, la mujer había devorado la milanesa que la moza le había dejado momentos atrás. Decidió gastarse las monedas plateadas de una buena vez e irse sin comer el postre.
-El próximo es el último.-Anunció la mujer morena, esperanzada con que esa fuera su oportunidad de la noche.
Cuando la vendedora de cartones se acercó a la mesa, Silvina le pidió que le dejase todos los cartones que sus monedas plateadas le permitieran comprar. La chica le alcanzó cinco de las boletas rojas de tres pesos.
Al costado de la mesa, varios apostadores caminaban hacia la salida. Un muchacho joven llevaba un vaso de las máquinas en la mano y meneaba la cabeza de lado a lado.
-Perdiendo en el bingo, se llama mi día.-Sonrió a Silvina que lo observaba.
Silvina desvió la mirada y colocó con prolijidad los stickers que sujetarían los cartones. Luego, entonó la canción de U2 que se escuchaba de fondo y bebió un sorbo de la Coca Cola que tenía servida en el vaso.
Nuevamente, el sorteo no dio sus frutos. La gente se levantó lentamente de las mesas y empezó a caminar hacia la puerta. Silvina los siguió, pero se detuvo luego de oír a la morena diciendo que todavía no habían dicho que el bingo estaba bien. Sintió un resto de esperanza que se terminó de diluir cuando el empleado anunció “un bingo más”.
Al salir de la sala sintió las mismas nauseas que años atrás había experimentado, al borde de la borrachera, en su primer visita al casino de Puerto Madero. Las luces de las máquinas la aturdían y el humo le resultaba insoportable.
Buscó con la vista la puerta de salida y, al encontrarla, se apresuró para alcanzarla. En la vereda esquivó a un par de parejas de ancianos que hacían fila para esperar la llegada de un taxi y decidió caminar por diagonal 80, así me será más sencillo regresar a casa.
Por un momento giró la cabeza y, al mirar las lucecitas blancas del bingo, se sintió tentada de volver a entrar. Estaba subiendo el primer escalón cuando volvió a sentir las nauseas. Agarrándose con fuerza el estómago, cruzó con velocidad la calle.Luego de transitar una cuadra, dejó de sentir el mareo. Tomó su billetera y luego de cerciorarse de que sólo había perdido trescientos pesos se sonrió. Mientras el viento helado jugaba con las tablas de su pollera y las luces titilantes del bingo habían quedado a cien metros de distancia, se dijo triunfante: estoy controlada.

jueves, 10 de abril de 2008

Murciélagos

Llega la mañana, el sol alumbra violentamente una habitación revuelta. Una habitación que, junto con las sombras y la oscuridad, fue testigo de deseos y acciones infatigadas. El sol llega y con su luz lastima con fuerza la mirada de aquella chica que espera acostada en un desorden de algodón.
La noche había sido agitada. El cuarto aún conservaba el olor de la cera de las velas aromáticas de colores, del fuego. Había retazos de género rojo que se habían desprendido del cuerpo de ella y que recordaban, todavía, lo que antes había sido un vestido.
Un brindis, música suave de fondo, el sutil acto de la degustación, la búsqueda, el descubrimiento, la acción. Las caricias habían adornado el cuerpo de ella convirtiéndola en el ser más hermosamente deseado.
Luego, el furor que los actos anteriores sutilmente buscaban hacer aparecer… La sensación de la piel desnuda que siente la excitación de sentirse despojada y, ambiguamente, suplica por ser poseída.
Los dedos que recorren las partes más ínfimas y dejan tras de sí su olor, la huella de su paso convertida en calor.
El movimiento desenfrenado y frenético dentro de ella, buscando llegar, tal vez, hasta el fondo de su alma o de su propio cuerpo.
Furor que luego se traduciría en pequeñas gotas de sudor y agitadas respiraciones que se descubrían para unirse ante el encuentro de dos almas y desvanecerse convirtiéndose sólo en recuerdos y anhelos.
Así, finalmente llega la mañana. El sol alumbra violentamente una habitación revuelta. Una habitación que, junto con las sombras y la oscuridad, fue testigo de deseos y acciones infatigadas. El sol llega y con su luz lastima con fuerza la mirada de aquella chica acostada en un desorden de algodón. Mientras, ella espera, aún espera, que esas pasiones y esos deseos incontrolados que la noche anterior imaginó se conviertan en sublimes realidades, realidades que ya no crean necesario ocultarse con el sol.

Y sí seguís explorando? (si total, no nos vamos a dormir...)

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