miércoles, 29 de octubre de 2008

El crimen de trabajar

Diariamente, los vendedores ambulantes emprenden una lucha que no da tregua. Pelean para que el Estado que los dejó a la deriva no los persiga y para que la sociedad comprenda que la suya también es una actividad laboral.

Por Carolina Sánchez Iturbe

-Estamos podridos; siempre lo mismo.- Balbucea Raúl mientras mira con resignación los restos de verduras que alfombran la vereda de 7 y 47, después de que el día anterior Control Urbano hiciera todo lo posible –e imposible- para que los vendedores ambulantes no trabajaran en la zona.
Nada nuevo bajo el sol. Esta escena se convierte en postal; en una fotografía de la situación que viven a diario muchos “buscavidas” en la ciudad de las diagonales. Con la rutina de un reloj inglés, los agentes de la Municipalidad de La Plata desalojan a los vendedores y en medio de protestas y reclamos, incautan todo tipo de mercadería. El resultado: grupos de trabajadores enfrentados a oficiales municipales y mercancías regadas por el suelo.
En un país que experimentó durante la década del ‘90 un vaciamiento económico que dejó a casi el veinte por ciento de la población desocupada o laborando en la más informal de las condiciones, las formas alternativas de trabajo proliferan a pasos agigantados; miles de personas en edad de producir deben buscar otros medios, diferentes a los tradicionales, para subsistir.
En este contexto, las calles de las ciudades se resignifican a un ritmo vertiginoso, y el surgimiento de nuevos y viejos actores sociales se vuelve moneda corriente: cartoneros, artistas callejeros, artesanos y vendedores ambulantes no sólo tienen que hacerle frente a la pobreza, sino también a la criminalización del trabajo ambulante por parte de un Estado torpe y sin muchas alternativas para aquellos hombres y mujeres que todavía esperan una respuesta a la falta de inserción laboral. Y como si no fuera suficiente con estar ausente a la hora de pensar políticas públicas de contención –y no de asistencia-, persigue a quienes trajinan por ganarse el mango diario.

Trabajar en la calle
Sebastián tiene 23 años y vende DVD desde hace dos en la puerta del Banco Galicia, ubicado en calle siete. Su juventud no lo exime de llevar un cuerpo extremadamente delgado, que junto con los rasgos redondeados del rostro, lo hace parecer aun más joven. El muchacho de apariencia desgarbada estaba desempleado cuando se echó a la mar en el mercado de la piratería de películas. Dice de él mismo que “era un vago”, pero que “todo cambió después de que su novia quedó embarazada”. Una nueva vida en camino y la secundaria incompleta hicieron que conseguir trabajo se volviera una empresa de difícil concreción.
-En la calle todo se vuelve más difícil. Ves situaciones durísimas, a veces volvés a tu casa destrozado, queriendo tirar todo, pero no se puede, no hay laburo por ningún lado y es necesario seguir contra viento y marea.
Las ojeras violáceas surcan de este a oeste el rostro pálido de Sebastián. Con las primeras horas del día, viajó durante tres horas hasta que llegó a la feria de Ingeniero Budge para buscar los estrenos cinematográficos -que en ciertos reductos, como el tren de la línea Roca, se venden como pan caliente- y volvió a La Plata cerca de las nueve. Sin tiempo para el descanso, a las doce su paño ya estaba acomodado sobre la vereda de calle siete, cubierto por bolsas plásticas que llevan en su interior impresiones de baja calidad de los afiches de cine. De tanto en tanto, camina alrededor del puesto; su figura desvaída se recorta intentando estirar las piernas para despejarse un poco.
-Eh, con cuidado.- Dice cada vez que alguien toma uno de los DVD para, luego de estudiarlo con la expertice de un joyero, arrojarlo al piso sin ninguna precaución. En ese momento es cuando el ceño de Sebastián se frunce y sus ojos toman un aspecto vidrioso. Pero se encoleriza aún más cuando algún ocasional paseante camina distraído y pisa la mercadería. “No me salió gratis”, grita al mismo tiempo que intenta sacar las marcas de pisadas que los fugaces transeúntes graban sobre los plásticos.
Si bien la mercancía que Sebastián vende a diez pesos en la calle no fue comprada por más de un peso con sesenta, las ganancias a fin de mes son escasas. Los días de lluvia significan una pérdida segura para los vendedores ambulantes y cuando el clima lo permite, hay jornadas laborales completas que se pierden o por caída en las ventas o por la llegada de la policía que lo obliga a recoger los DVD, cuando no secuestran toda su mercadería. Eso, sin contar las veces que le robaron.
-La última vez fue hace un mes. Me afanaron el bolso entero. Decí que no dejo la plata ahí, sino los mataba-, confiesa el laburante sin ningún pudor ni remordimiento alguno por sus palabras.
Tanto para Sebastián, como para más del cincuenta por ciento de la población, llegar a fin de mes se torna una carrera maratónica, casi inalcanzable.

De persecuciones y yerba amarga
Roberto es un hombre diminuto, casi imperceptible. Su silueta se pierde en la marea humana que desanda día tras día. Cuando se sienta al frente del Rectorado, en el cantero de concreto que hay sobre calle siete, sus pies apenas consiguen tocar las baldosas. Junto a su cuerpo hay seis cajones de madera, acomodados contra el cemento, sobre los que se exhibe un letrero marrón con ofertas escritas con tiza.
Dice haber cumplido cuarenta años hace un mes, pero su apariencia delata más edad. Su cara extremadamente delgada resalta con brutalidad la nariz aguileña y las arrugas son ríos que surcan el continente de su rostro.
Antes de dedicarse a la venta ambulante, se ganaba la vida haciendo changuitas, cortando el césped de las casas, pero después de que muchos de sus clientes notaron que su economía se empobrecía por la crisis, las changas mermaron más y más hasta casi desaparecer por completo. Para ese entonces, un vecino le comentó sobre la posibilidad de comercializar verduras traídas directamente por ellos desde el Mercado Regional, y fue cuando Roberto pensó que había encontrado la solución a sus problemas. Lo que no sabía entonces era que llegaría una nueva dificultad, otro escollo por sortear. Ese nuevo “enemigo” a vencer tenía nombre y apellido: Patrulla municipal; los responsables de hacer que se cumpla la “ley y el orden” para que ningún buscavidas derrame su mercadería en las “limpias” calles platenses.
-Cuando llegué acá no tenía idea de lo difícil que iba a ser todo esto, desliza Roberto con aire de desaliento. El tono de voz del hombre es bajo, homologando la contextura física. Cuando habla, parece hacerlo tímidamente, como intentando no inquietar a nadie.-Lo más terrible de hacer la calle es que nos echan de todos lados; nos viven corriendo y si bien nosotros nos organizamos, esto no sirve para nada.
Durante la jornada gris de ayer, Roberto perdió toda la mercadería. En medio de un encuentro violento con la policía, prefirió arrojar las verduras en la vereda antes que entregárselas. “Es que era lo mismo, si dejaba que se lleven los cajones, me quedaba sin nada. Así, por lo menos no se apropiaron de mis cosas”. Ahora lo desvela pensar en cómo hará para cubrir las pérdidas. Es muy poca la oferta que pudo conseguir para hoy y, si esta semana no mejoran las ventas, no podrá volver a abastecerse cuando, durante el fin de semana, vaya al mercado.
Como a Roberto, es usual que a todos los vendedores ambulantes, sin importar el rubro al que se dediquen, se les incaute la mercadería en operativos que parecen imitar escenas de thrillers policíacos.
El único que asegura no haber tenido problemas de este tipo, es Sandro, un muchacho alto que vende café en calle ocho.
Sandro tiene un rostro hermoso, las facciones son perfectas, simétricas, tranquilamente podría haber sido modelo o relacionista público de algún boliche de la ciudad. Él sólo deseaba ser veterinario, pero todas las esperanzas se diluyeron después de que su padre abandonó a la familia para irse con una mujer que apenas superaba la edad de su hermana mayor. Con una casa poblada por cinco hermanos y una madre enferma gracias a años de trabajo riesgoso en una fábrica, no había alternativas: Sandro tenía que ayudar en la economía familiar.
-A mí no me molestan, pero eso porque todo el tiempo me voy moviendo con el carro.-Su cuerpo fibroso empuja desde hace años una estructura de metal, que siempre viaja cargada de termos y vasos de telgopor.
Asegura que por día camina más de cien cuadras “y no exagero”. Es que cada mañana se despierta alrededor de las seis para preparar café en grandes cantidades y después iniciar la marcha acompañado por su carrito.
El trayecto diario de Sandro se inicia en el Mondongo, donde vive con su familia, y recorre no sólo el centro de calle ocho, sino también las oficinas públicas de la avenida siete y el centro comercial de doce. Recién cuando llega el atardecer, puede volver hasta su casa y descansar las piernas durante algunas horas hasta que el despertador lo ponga otra vez de pie.

Vivir criminalizado
No existe vendedor ambulante que no ruegue ser comprendido como un laburante. Es que todos saben que su ocupación está mal vista y es objeto de penalizaciones no sólo policiales, sino también sociales.
Cuando acomodan sus paños, cajas de madera o mesas improvisadas en algún rincón de una calle transitada, saben que no pasará mucho tiempo hasta que alguna mujer, con los dedos cargados de anillos estridentes y exageradamente dorados, los mire con desprecio y musite “estos vagos no quieren trabajar”.
-Hay una señora que viene casi todos los días al Banco y siempre me mira como con asco. Una vez me preguntó porqué no salía a trabajar, yo traté de calmarme y le dije “señora, si no se dio cuenta, estoy laburando”. Ahora ya no les contesto, no sirve para nada, no lo van a entender nunca.-Mientras habla, Sebastián mira la piel de sus manos, que se secó hasta el extremo después de un invierno terriblemente crudo.
Como Sebastián, todos los vendedores tienen un abultado anecdotario de maltratos. Sandro, por ejemplo, jura que una vez una chica de no más de veinte años le dijo que era un desperdicio que con su cara estuviera tan arruinado. Él se sonríe, le es inevitable pensar que quizás no sea él quien está profundamente equivocado. “Yo quiero otra vida, pero ésta no me avergüenza para nada. Quiero ver si alguno de los que me critican es capaz de patear lo que yo pateo por día”.
Estos hombres y mujeres que viven en las calles más de ocho horas diarias, saben que lo suyo es un trabajo arduo. Lo sienten en sus piernas agotadas después de tanto caminar, en sus voces difónicas a causa de los gritos que insume la promoción de los productos que tienen en venta y en sus pieles corroídas por el viento y las condiciones climáticas que, sin importar la estación del año, atacan directamente sobre sus organismos cansados. Esos dolores que experimentan sus cuerpos cada noche al regresar a sus hogares, son motivo suficiente para que no haya hostilidad ignorante que les aventure la idea de darse por vencidos, es que ellos, los vendedores ambulantes, hace años iniciaron una guerra encarnecida por conseguir el derecho a trabajar.

lunes, 6 de octubre de 2008

Cómo comprar compulsivamente y no morir en el intento

La Salada es una feria que comprende doce manzanas desplegadas a orillas del Riachuelo. Miles de visitantes se acercan hasta ahí dos veces por semana para comprar mercaderías a precios económicos y hacerle frente a la pobreza.

Por Carolina Sánchez Iturbe

El olor a mierda en La Salada es intenso. Durante todo el “tour de compras”, ése aroma proveniente del Riachuelo es el único compañero de quienes se acercan a la madrugada hasta esta conjunción de cuatro ferias armadas en Ingeniero Budge, una de las zonas del conurbano bonaerense más afectadas por la pobreza.
La Salada, que durante el período peronista era un balneario público con la particularidad de poseer piscinas termales de agua salada, en la década de los ’90 se empezó a convertir en el templo del comercio paralelo. Como todo lugar marginal, su inicio fue lento: al principio un par de familias oriundas de Bolivia se instalaron en algunos de los terrenos que hoy conforman la feria y que estaban abandonados. Después, llegaron más comerciantes y con ellos se formó la piedra fundamental de la feria: Urkupiña Sociedad Anónima, nombrada así en honor a la Virgen que se venera en la ciudad boliviana de Quillacollo.
Tiempo después, Urkupiña se dividió en Cooperativa Ocean y Punta Mogotes Sociedad Anónima. La Salada ya estaba casi lista; sólo faltaba que se terminara de formar la ribera, un lugar de venta aún más afectado por la exclusión que el resto de la feria y que se dispondría a cielo abierto junto al Riachuelo. Ahora con los cuatro paseos de compras organizados, son miles las personas que, durante las madrugadas de los jueves o las mañanas de los domingos, viajan hasta Lomas de Zamora (partido al que pertenece Ingeniero Budge) para abastecer de mercadería a sus negocios empobrecidos o para palear la crisis comprando artículos a precios más que prometedores.

La Plata, 11 P.M.
Hoy Susana cenó temprano. Ella es una mujer pequeñita y de cabellos anaranjados, a causa de una tintura rubia que no fijó bien el color. Hace casi una hora que ultima detalles para que cuando la recoja la combi todo esté organizado. Mirta, la que “arregla los viajes”, le dijo que a las diez y media la buscaría por su casa, pero aún no ha llegado.
Cuando la bocina suena, Susana se apresura a salir a la vereda. El conductor, sin embargo, la llama repetitivamente, es que todavía tiene que “levantar” a seis personas más y no quiere que se le haga aún más tarde.
-Que noche de mierda.-Es lo único que Susana logra decirle a Mirta cuando la saluda, antes de subirse a la combi. Es que el clima no es amigable: el frío húmedo se hace sentir en los huesos y la llovizna constante permite imaginar que en La Salada el barro cubrirá hasta las rodillas.
Susana se acomoda en uno de los veinte asientos tapizados de azul del vehículo. El viaje es incómodo, las butacas no se reclinan y el pasillo es demasiado angosto para la cantidad de bultos que los pasajeros cargarán cuando regresen de la feria.
Durante el viaje, Susana recuerda cómo empezó en esto. Después de que la crisis de 2001 la dejara sin trabajo, ella decidió buscarse alguna changuita que le permitiese solventar sus necesidades y las de Patricio, su nene de nueve años. Al principio fue moza en un boliche de mala muerte, pero el sueldo era demasiado bajo y la clientela excesivamente violenta. Después de discutir con un borracho, el dueño del lugar la echó. Decidió que la noche no era la suyo. Sin embargo, ahora sigue trabajando de madrugada, yendo a buscar, una vez por semana, mercadería a La Salada.
Esa mercadería que Susana trae desde Ingeniero Budge es la que después compran sus vecinas de la Favela, sentadas alrededor de una mesa de fórmica acomodada en el centro de un comedor pequeño. En el fondo, la mujercita de cabellos anaranjados desprecia a sus clientes: “están llenas de pibes, compran lo más barato, así que yo no les traigo lo que es lindo, sino lo que se vende a cinco pesos”.
Mario, el chofer de la combi, acaba de recoger al último pasajero: Sebastián, un flacucho de Tolosa que viaja acompañado por su madre. Su rubro no es la indumentaria, va hasta La Salada para abastecerse de DVD pirateados que comprará a un peso con sesenta cada uno y venderá a diez pesos en una esquina de la calle doce de La Plata. Aunque la ganancia que le deja el mercado cinematográfico parece jugosa, Sebastián dice que de todos modos tiene gastos fijos: el viaje a la feria que está junto al Riachuelo y “el arreglo para poder trabajar”, que le cuesta doscientos pesos semanales.
-Mi vieja viene porque tenía ganas de acompañarme, yo le dije que era un asco, pero hinchó tanto…-A Sebastián le asombra que alguien quiera ir hasta La Salada sólo para pasear. Si bien lleva dos años de actividad en la piratería, todavía no pudo acostumbrarse al cansancio que produce ese viaje de madrugada.
Silvia, la madre de Sebastián, es una mujer petisa y de rostro redondeado, que disfruta del recorrido, lo experimenta como “una aventura”. Además, no intenta esconderlo: está orgullosa de su hijo, el mayor de los cinco chicos que tiene y el único que, a pesar de que no pudo convencerlo de terminar el secundario, dejó las malas juntas para ponerse a trabajar cuando su novia quedó embarazada.

La Salada, 2 A.M.
Cuando la combi llega hasta el camino que conduce al interior de la feria, una hilera de vehículos idénticos entre sí se despliega frente a ella. Todos son blancos, con vidrios polarizados y están cargados de pasajeros.
-Por este colectivo trucho nos tuvimos que desviar.-Mario habla por nextel con algún contacto que tiene dentro de la organización de La Salada, y que le permite circular por la feria para acomodar la combi en el estacionamiento que hay sobre el galpón Punta Mogotes. Ahora, el chofer no pudo llegar hasta ahí, un micro anaranjado, parecido a los de escolares que se utilizaban para realizar excursiones en otras épocas, se detuvo en medio del camino y decenas de personas empezaron a descender de él.
A causa de los bocinazos, Mario se desvía. Frena el coche a un costado del camino, cuando aún faltan cien metros para llegar hasta la feria.
-Estaban con fierros y todo, salieron corriendo para allá, con los fierros en la mano.-Un adolescente delgaducho y enfundado en unos pantalones deportivos tres talles más grandes que el suyo, habla a viva voz. Está parado junto a la combi de Mario, a su lado hay otro muchacho que, por la vestimenta y la postura del cuerpo, podría tranquilamente hacerse pasar por su hermano gemelo. Ese otro joven asiente con la cabeza y silenciosamente el relato que su amigo realiza a los gritos para un hombre corpulento.
-Estos negros de mierda. Son todos chorros.-Susana mira con desprecio a los dos chicos que están de pie junto a la combi y los sentencia, elevando el tono de su voz, como deseando que la oigan. Ninguno de sus compañeros de viaje expresa acuerdo con el comentario de la pequeña mujer, por el contrario, todos desvían la mirada.
Mirta se para en el medio del pasillo del coche y pasa por los asientos a recoger los treinta y cinco pesos que cada pasajero le paga por el viaje, no sin antes anotar sus nombres de pila en un pequeño papel arrugado que luego guardará en su bolsillo. Cuando termina con la tarea de cobranza, les informa que demorarán en estacionar el vehículo, así que quien quiera bajarse ahí, puede hacerlo. Todos se levantan de sus butacas y se dirigen hacia la puerta.
-Seis menos cuarto arriba. Sean puntuales.-Luego de dejar en claro el punto de encuentro para el regreso, Mirta cierra la pesada puerta de la combi y los pasajeros inician su trayecto hacia La Salada.

Entre el barro
El camino desde la combi hacia la feria es estrecho. Son numerosos los coches que se estacionaron sobre la vereda, que carece de baldosas por lo que el barrial, formado por el efecto de la lluvia incesante durante casi una semana, es imposible de esquivar.
Una hilera de personas camina zizagueante y en fila india por el cordón de la vereda. Cada tanto, éste está roto y la gente debe descender a la calle para convertirse en destinataria de los bocinazos de los autos que lograron zafarse del embotellamiento. Las zapatillas se enchastran de barro rápidamente y el zigzag es abandonado. Más adelante, otra vez los coches están detenidos, con los motores encendidos y ansiosos de seguir con su rumbo.
La peregrinación hace recordar a la festividad de la Señora que ya está en los cerros: centenares de personas yendo a pie hasta el lugar más alto del camino, en este caso la feria, donde el olor a las comidas típicas se entremezclará con el sonido de la música folklórica que recibe a los visitantes.
Si bien en La Salada no se escucha música tradicional, sí puede considerarse folklore a la cumbia villera y el reggeaton, que en la feria se oye desde los parlantes enconados que se distribuyen junto a los puestos de venta de música pirateada. Las comidas, al mismo tiempo, son abundantes y típicas del lugar: choripanes preparados con una salsa espesa y grasosa, papas fritas dispuestas en fuentes metálicas a la vista de sus consumidores y empanadas fritas, cocidas con un oloroso pimentón extra dulce, que tiñe de rojiza a la carne y a la papa que sirven de recado.
La diferencia sustancial con cualquier festividad norteña, de seguro, la da el río. Desde varios puntos de la feria puede verse esa extensión de agua dulce, que luego del puente de La Noria deja de denominarse Río La Matanza para convertirse en el Riachuelo. Por causa suya, los aromas de las comidas fritas se entremezclan con el intenso olor a podrido que despide esta cuenca, logrando taparlos por completo en las zonas más aledañas.
Los clientes, sin embargo, parecieran no percibir la pestilencia proveniente del Riachuelo, y en cambio se internan velozmente en la feria de la ribera, donde comerán algunos de los preparados que se ofrecen a modo de cena. En el interior de los galpones, los comerciantes aún están acomodando sus puestos, así que los compradores inician su recorrido en los angostos pasillos que hay en el exterior de los tinglados.
Algunos puesteros acondicionaron el lugar cubriéndolo con plásticos, por lo que los visitantes pueden realizar sus compras sin que la llovizna les humedezca la ropa, pero en los puntos de venta que están más alejados de Urkupiña, Punta Mogotes y Ocean, los comerciantes no pudieron hacer lo mismo porque sino hubieran tapado la luz que brinda el alumbrado público, única luminaria con la que cuentan.
-¿A favor de quién están? ¿Lafauci o la mexicana tetona que lo escupió?-Un muchacho petiso se lo cuestiona a cada uno que se acerca a su puesto, donde vende jeans imitación a treinta y cinco pesos. Alrededor de la estructura de metal y madera, otros cuatro chicos toman cerveza con el joven y se ríen cada vez que éste formula la pregunta. Los que pasan por ahí sólo sonríen y aceleran la marcha: tantos muchachones juntos les provocan cierto resquemor.
A pesar de que la acumulación de muchachos despierta desconfianza, algunos no parecen temer de los magos que, rodeados de casi una docena de personas, realizan trucos con una canica y tres vasos.
-Dame los seiscientos pesos así te pago.-El gordo que minutos atrás jugaba a esconder una bolita bajo tres recipientes blancos, le exige a una mujer delgada que le entregue el dinero que tiene en una de sus manos. Ella sólo mira a los jóvenes que se pararon a su lado, luego, temerosa, le da los billetes.
-Cagó, perdió la guita.-Un puestero mira atentamente la escena. Después, empieza a ordenar las pilas de remeras de algodón estampado que ofrece para la venta.-Estos son unos mafiosos… Dejan a todos secos, y si te quejás, vienen sus matones y te dan una paliza.
En uno de los pasillos de la ribera se forma un embotellamiento de gente. Los galpones ya están listos para recibir a los visitantes y, como el frío es intenso, algunos grupos de personas se abalanzan hacia las puertas de los tinglados. Otros compradores, a pesar de que allí no hay seguridad, prefieren continuar su recorrido por la feria que se dispone a cielo abierto. Así, decenas de personas se empujan entre sí y, finalmente, se forman dos vías de circulación que van en sentido opuesto. Cuando aparece alguna mujer cargando un carro lleno de mercadería, los que están a su lado protestan por los golpes que las bolsas les propinan en las piernas, y ella, enfurecida, les aclara a los gritos que será mejor que no toquen sus mercancías. Sobre el tablón de madera de uno de los puestos, una nena duerme acurrucada bajo una colcha de lana agujereada. Pareciera que ella no es partícipe de la vorágine en la que está inmersa ahora La Salada.

En los galpones
En La Salada son tres los galpones que ofrecen mercadería a los visitantes: Urkupiña, Punta Mogotes y Ocean. Cada uno de ellos posee más de un centenar de puestos, organizados a través de pasillos. Para un visitante nuevo, es difícil saber cuál de los tinglados está recorriendo, es que son todos idénticos, de pisos grises, iluminados precariamente con tubos fluorescentes, calurosos y con todo tipo de mercadería puesta en exhibición: vestimenta colgando de la parte superior de las estructuras metálicas o DVD y CD pirateados dispuestos sobre las tablas de madera.
Hay quienes dicen que en Punta Mogotes se ofrece la mejor calidad de indumentaria. Lo cierto es que esa feria es la más organizada en cuanto a seguridad (posee personal de seguridad privada en el acceso), pero los productos que están en venta son muy similares a los de los demás predios.
Alrededor de algunos puestos, los más populares, se congrega un grupo de personas. Cada una de ellas posee un carro y una bolsa en la que resguarda la mercadería que acaba de obtener. En uno de los puntos de venta de indumentaria para jóvenes, cinco mujeres esperan su turno. Un hombre mayor acompaña a su esposa y la asesora acerca de qué prendas será mejor comprar para que “tengan más salida” en el local que ellos montaron en su ciudad. Un señor canoso, junto a una mujer cincuentona, atiende a los clientes a gran velocidad. A muchas de sus compradoras ya las conoce desde hace tiempo, por lo que las llama por su nombre e incluso se atreve a hacerles bromas.
El canoso les muestra con detenimiento las prendas que tiene para la venta y las mujeres, luego de mirarlas con atención, deciden si las llevarán. Todas gastan alrededor de trescientos pesos en ese puesto y él nunca les entrega a cambio una factura. Cuando se acerca al lugar alguien que no aparenta frecuentar La Salada, el hombre le advierte con voz seca que la compra mínima es de tres prendas e inmediatamente atiende a alguna de las clientas que sabe que llevará una gran cantidad de mercadería.
Por los pasillos angostos de los galpones circula mucha gente. Si bien el lugar sólo está predispuesto para que caminen cómodamente dos personas con sus carritos, esto no parece ser un impedimento para que ellas se muevan a gran velocidad por el lugar, llevando delante de sus cuerpos y bajo su supervisión sus carteras y mochilas.
-¡Cuidado. Permiso!.-Un hombre delgado arrastra un carro de metal oxidado, repleto de bolsas de consorcio llenas de mercadería. Él grita para advertir que está por pasar por el pasillo, sin embargo no aminora la velocidad de su marcha. Cada tanto, atropella a algún comprador distraído y, sin mirarlo, sigue su camino.
Son numerosas las personas que se dedican a transportar grandes cantidades de mercadería en carros. Generalmente, ofrecen este servicio a los puesteros que acaban de llegar, y que recién están montando sus negocios, o a los compradores que invirtieron cientos de pesos en La Salada y que necesitan llevar los productos hasta sus coches, que fueron estacionados en el exterior de los predios.
En el interior de los tinglados, no sólo los puesteros ofrecen mercancías, también hay vendedores ambulantes que comercializan calculadoras, cintas de embalar, bolsones de tela, biromes, sándwich de miga y bolsas plásticas. Ni siquiera cuando se producen amontonamientos de gente, dejan de promocionar a los gritos lo que están vendiendo.
En los tres galpones, el sonido de las voces de los vendedores y de los compradores, se entremezcla con una radio que se oye a gran volumen y cuya programación está diseñada por La Salada. Así, por ese medio se realizan todos los anuncios que sean necesarios. Una voz femenina y aguda es emitida por un altoparlante, “dirigirse al puesto ciento veinticuatro, entre el pasillo I y el pasillo ocho”. Cuando la locutora termina de dar el informe, en todos los salones empiezan a sonar las estrofas cantadas por Néstor en Bloque:

“Tres de la mañana en un hospital
Una madre llorando va
Por su hijo que dice encender el humo
Que le costó la vida....”

A medida que avanza la madrugada, la gente aminora su paso. Las bolsas que carga son cada vez más pesadas y el cansancio empieza a hacerse sentir en sus piernas y cinturas adoloridas. Algunos de los que recorren los predios parecen mareados, abombados por el efecto que produce la demasía de mercadería expuesta, el exceso de sonidos continuos y los intermitentes golpes que reciben cuando se forman aglomeraciones de compradores. Sin embargo, ninguno desatiende su tarea: aún quedan algunas horas para que la feria cierre, así que no queda más opción que seguir comprando.

El fin del tour
A pesar de lo adverso del clima, con la llegada de la primavera, amanece más temprano. A las seis de la mañana, ya hay claridad y la sombría iluminación del día exhibe sin tregua los rostros ojerosos y agotados de los visitantes de La Salada. Muchos de ellos, tienen los ojos hinchados y llorosos por la falta de sueño. La mayoría agradece que finalmente se termine su travesía en la feria.
La combi de Mirta ya tiene el motor encendido. Sus pasajeros llegan a paso lento hasta el estacionamiento que se despliega sobre el predio Punta Mogotes, y desde el cual se pueden ver a la perfección las doce manzanas que conforman La Salada.
Todos se ubican en los mismos asientos en los que se acomodaron durante el viaje de ida, y cuando alguno no lo hace, Mirta advierte que deberá regresar a La Plata en la misma butaca en la que fue hasta Ingeniero Budge. Entonces, el pasajero, seguramente sin protestar debido a la carencia de energías para hacerlo y al temor de quedar varado en aquel lugar, se sienta en su ubicación anterior.
Cuando la combi arranca, los comerciantes de la ribera están desarmando lentamente sus puestos, aunque algunos no lo hacen, a la espera de algún cliente tardío. Las cubiertas del vehículo se cubren de barro y avanzan a gran velocidad, como intentando dejar atrás, de una buena vez, el olor nauseabundo que despide el Riachuelo. Al llegar a la terminal de ómnibus de Puente La Noria, los pasajeros van en silencio. Algunos abrazan las carteras y mochilas que llevaron consigo, todos encontraron alguna posición incómoda, que de seguro les dejará alguna contractura en el cuerpo, para dormir. La madrugada ha sido intensa y el trabajo agotador. La Salada, como cada semana, les exigió el esfuerzo de mantenerse despiertos no sólo para realizar sus compras, sino, y sobre todo, para hacerle frente a la pobreza.

Y sí seguís explorando? (si total, no nos vamos a dormir...)

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