martes, 23 de septiembre de 2008

En busca del jackpot y del cartón salvador

Las luces del bingo llaman. Hacía cinco minutos que se había bajado del taxi que la había dejado en la esquina de diagonal 80 y 116 y, a pesar de que el viento helado jugaba con las tablas de su pollera, no podía dejar de ver las lucecitas blancas que sobre un fondo rojo sangre titilaban. La gente a su alrededor, en cambio, se apresuraba para entrar al edificio casi empujándose entre sí. Un hombre anciano y pequeñito empujaba la silla de ruedas de la que seguramente era su esposa. La mujer señaló a Silvina con el dedo y los dos rieron. Recién entonces la muchacha creyó que lo mejor sería entrar de una buena vez.
Subió las escaleras y se sonrió al notar que desde la puerta podía oír el sonido de las monedas cayendo en un tragamonedas. Algún afortunado, pensó mientras empujaba con fuerza el vidrio que con un esmerilado tenía dibujado el logotipo del bingo y que la separaba del interior del edificio.
El olor a humo la hizo estornudar. Se rascó la punta de la nariz, un tic que tenía desde pequeña, y entonces notó que un policía la observaba. Comprendió que debía pasar por el detector de metales. Se volvió sobre sus pasos y, saludando al oficial, cumplió con el control.
La sala de máquinas del Bingo de La Plata se desplegaba ante sus ojos. En el techo había las mismas luces blancas que en el exterior, pero ahora habían sido colocadas sobre un fondo azul. Pensó en el parque de diversiones que había visitado su pueblo durante su infancia… En aquel momento todo era distinto, más simple, menos doloroso.
Miró los slots que se ubicaban uno tras otro. Las luces que emanaban sus pantallas eran intensas y el movimiento de los dibujos sumamente veloz. En casi todos los puestos tapizados de azul había alguien sentado jugando. Silvina pensó que lo mejor sería buscar una zona más alejada de la puerta, quizás así podría probar un poco de suerte hoy.
Caminó lentamente por la alfombra roja con detalles azules y ocres hasta llegar al stand de información. Una empleada la miró con tanta seriedad que no se atrevió a dirigirle la palabra. En cambio, tomó un ejemplar de cada uno de los panfletos que había sobre el mostrador de madera clara. Se decepcionó al descubrir que ninguno de ellos le sería de utilidad: uno alertaba acerca de los peligros de la ludopatía y los otros dos solicitaban opiniones y sugerencias acerca del estado de la sala de máquinas y del salón de bingo. Los guardó en su cartera y se dirigió hacia el espejo que estaba al lado de la repisa. No pudo evitar leer el cartel que advertía “el jugar compulsivamente es perjudicial para la salud”. Luego, a través del espejo vio pasar a una mujer vestida con un chaleco de polar anaranjado. La gente se viste mejor en el barco, pensó mientras intentaba prolongar el largo de su pollera que, claramente, era desatinado para el lugar. En fin, dicen que acá se gasta menos, se consoló mientras intentaba quitar de su mente la imagen del casino de Puerto Madero, al que ya era asidua.
Fue hasta una isla de máquinas que se encontraba cercana a la cafetería. Este es un buen lugar para sentarse, se dijo al tiempo que se ubicaba frente a un tragamonedas y se disponía a esperar que uno de los empleados del bingo pasara junto a ella para darle cambio.
Con un gesto llamó al muchacho que vestía pantalones beige y camisa blanca. Le pidió cambio de doscientos y luego, con una pequeña sonrisa, agradeció. El joven se retiró rápidamente y minutos después se le acercó nuevamente para dejarle un ticket.
Introdujo algunas de las monedas en la máquina, seleccionó “Bet Max” para realizar la mayor apuesta y después miró fijamente los símbolos que giraban vertiginosamente en la pantalla. Quizás sea la noche del jackpot, se alentó mientras los dibujos empezaban a detenerse. Resopló al descubrir que no había logrado hacer ninguna coincidencia, por lo que volvió a repetir la operación. En el slot contiguo se sentó un hombre cuarentón. Su esposa se ubicó detrás de la silla de él y, indicándole cuántos créditos jugar, se apoyó en el respaldar.
Silvina jugó hasta que el crédito que había introducido en la máquina se le terminó. Después decidió que sería mejor dirigirse a otra máquina, estaba agobiada por los golpes constantes que el hombre daba con sus dedos regordetes al centro de la pantalla del tragamonedas y por las frases de aliento, entrecortadas por las risotadas, de su mujer:
-Ya va a salir, gordito. Vamos que sale.
Caminó hacia la puerta doble de dos hojas de madera que arriba tenía un cartel con letras que decía: “prohibido el ingreso”. Esquivó a una señora teñida de rubio que caminaba zigzagueando con un vaso blanco con monedas en el interior. Cualquiera diría que está perdida, musitó después de notar la mirada desorbitada de la mujer.
Al llegar a la máquina de black jack, se puso de pie detrás de una de las sillas para esperar que algún puesto se desocupara. Una mujer joven metía monedas una tras otra en la ranura de la máquina. Su amiga, una rubia veinteañera, fumaba un cigarrillo y buscaba diferentes posiciones para mantener su cuerpo de pie detrás del de su compañera.
-¿Ya nos vamos?
-En un ratito, esperá que termine esta vuelta.
-¿Otra más?-Resopló con resignación.
En la pantalla del black jack, una crupier rubia y de rasgos suaves movía los labios, sin embargo no se oía su voz. De a ratos, la imagen se distorsionaba, provocando que una línea horizontal recorriera el cuerpo de la empleada virtual del bingo. Luego de repartir las cartas entre los apostadores, la cabeza de la tahúr se quedaba inmóvil para después realizar un salto abrupto y dirigir la mirada hacia el otro extremo de la mesa.
Silvina se apoyó en el respaldo de la silla en la que estaba sentado un hombre delgado que hacía sonar sus dedos a cada rato. Miró los rostros de los jugadores y pudo entender que difícilmente desocuparían la mesa en la próxima hora. Es imposible que se vayan, aún nadie notó que el brazo de la crupier se puso rojo, se dijo mientras pensaba adónde haría su próxima apuesta.
Caminó hasta la sala Glaciar Perito Moreno y, empujando una puerta similar a la de ingreso al edificio, entró en su interior. La recibió una muchacha vestida con una pollera beige que le cubría las rodillas.
-¿En que mesa desea jugar?
-Una ruleta.
La empleada del bingo la acompañó hasta una máquina multipuesto que en el centro tenía una ruleta, cubierta por un acrílico redondeado, y que podía verse en un monitor que estaba ubicado en uno de los extremos de la mesa. Silvina se sentó frente a una de las pantallas táctiles y, después de introducir monedas en la ranura, decidió hacer algunas apuestas a pleno, otras a semipleno y un par más a cuadro y a línea. Una voz femenina y metálica anunció “no va más” y la muchacha ganó una línea. Sonriente por su reciente victoria, la joven volvió a repetir la jugada que, esta vez, no fue beneficiosa.
Después de cinco derrotas sucesivas, se dijo que era tiempo de cambiar de estrategia. Recogió el vaso con monedas y decidió probar suerte en la mesa octogonal que estaba al frente de ella. Se sentó junto a un hombrecito pequeño que bebía un champagne acorde al tamaño de su cuerpo, le sonrió esperando que le ofreciera una copa de aquella bebida, pero él no lo hizo. Esta era una ruleta más chica, por lo que la cercanía a sus compañeros era mayor; le resultaba más amigable que fuera así. Se dispuso a realizar una sola apuesta y, en base al resultado de ésta, deliberaría si cambiar de juego o no. Luego de perder, pensó que las carreras de caballos serían la mejor opción.
Mientras esperaba que un puesto se desocupara, pensó en cómo había llegado hasta allí. Hace algunos años todo esto me daba impresión, se dijo mientras se le dibujaba una pequeña sonrisa en el rostro. Recordó que la primera vez que había ido a un lugar como este había sido de casualidad, intentando evadir el problema de alcoholismo que por entonces tenía. En la mesa de black jack del casino flotante había apostado un par de manos y, después de comprender que no entendía la mecánica de juego, se había sentado junto a la barra a beber y escuchar como un hombre, al que jamás volvería a ver, le daba una clase magistral acerca de los jugadores. Recién después de oírlo, se pudo convencer de que el mundo del azar era apasionante y volver al barco a la semana siguiente.
Una mujer cincuentona vestida con pantalones demasiado ajustados y con una torera de piel sintética que imitaba ser la de una nutria se levantó bruscamente de su silla. Acababa de perder la última moneda que le quedaba y, sin dinero, no tenía más opción que retirarse del bingo. Silvina aprovechó la oportunidad para sentarse frente a uno de los monitores. El hombre que estaba junto a ella llamó a uno de los empleados y los dos le pidieron cambio. El muchacho volvió velozmente con varias pilas de fichas envueltas en papel. El jugador golpeó los fajos contra uno de los bordes de la mesa para así quitar el envoltorio, ella, en cambio, los abrió con delicadeza. Insertó cinco créditos en la ranura y empezó a hacer apuestas. El pequeño caballo plástico con pechera blanca llegó primero, otorgándole un triunfo a Silvina. Ella decidió que jugaría un par de manos más y se iría a otra máquina: los caballitos, en realidad, la aburrían.
Tras un par de vueltas de aquellos muñequitos plásticos, Silvina saludó a sus compañeros de mesa y se retiró de la sala Glaciar Perito Moreno. A pesar de que el invierno recrudecía la piel en la ciudad, en el interior del bingo el clima era caluroso y espeso.
Caminó con velocidad hasta la puerta vidriada de la habitación. Un empleado acababa de abrirla, por lo que era el momento propicio para ingresar a la sala de bingo. Buscó con la vista una mesa disponible en el largo salón. Se acercó a una que se encontraba a pocos metros del baño y le preguntó a los apostadores si aquel lugar se encontraba libre. Un hombre cuarentón y con la frente enrojecida le contestó con un gesto que podía sentarse allí. Silvina se acomodó en uno de los asientos tapizados con tela roja y la mujer morena de anteojos que estaba junto a ella intentó ser simpática:
-Está lista para ganar.
-Muchas gracias.-Contestó Silvina mientras se esforzaba para sonreír.-Espero que todavía se pueda cenar.
-Pero sí, acá se puede comer hasta tardísimo.-El cabello de la señora era demasiado corto y destacaba la redondez de sus mejillas.
Una muchacha de unos veinticinco años se acercó hasta la mesa donde estaba Silvina, que en números rojos tenía escrito un setenta y uno, y anunció que tenía cartones de un peso. A pesar de que todos sus compañeros compraban por lo menos un par, Silvina adquirió sólo uno y lo pagó con una de las fichas que le habían quedado después de cambiar dinero a uno de los empleados del sector de las máquinas electrónicas. Tengo que recordar que no puedo gastar tanto dinero, se dijo mientras recordaba los últimos dos mil pesos que había perdido en una ruleta de Puerto Madero.
Detrás de un mostrador de madera clara, una joven anunció por el micrófono “Primer número”. Un chico vestido con el uniforme del bingo gritó “momento” y, mientras caminaba velozmente por la alfombra roja de la sala, continúo diciendo “último”. A él se sumaron otros muchachos, haciendo que el bullicio en la sala fuera intenso. El hombre de la frente enrojecida levantó la mano y la vendedora de cartones se acercó corriendo.
-Traeme dos más.
-Faltan dos.-Gritó la chica y, ante la señal de uno de sus compañeros, corrió velozmente por el salón.
Después de arrojar los cartones sobre el vidrio que cubría el mantel beige de la mesa, tomó los dos pesos que el hombre le había dejado junto a su vaso de cerveza.
-Primer número, repito.-Anunció la voz de la empleada.-Veintiuno.
La sala se quedó en silencio. Durante el sorteo sólo se oía el sonido del bolillas mezclándose en el bolillero, la voz de la muchacha a través del micrófono y el retumbe de los pasos de los empleados en la alfombra del salón.
Todos los jóvenes uniformados con camisas blancas y polleras o pantalones beige, dependiendo de su género, hacían una fila junto al mostrador. Un hombre que parecía aún mayor al lado de ellos y de labios sumamente contorneados, controlaba el dinero que los empleados le entregaban. Después les daba los cartones que venderían minutos más tarde para la próxima vuelta.
-Línea.-Una mujer de cabello frondoso gritó sin despegar la vista de los cinco cartones que tenía frente a ella.
Una de las empleadas anunció con voz chillona “línea” y, después de correr hacia la mesa, anunció “quinientos cuarenta y nueve”, mientras dejaba sobre la mesa un trofeo plateado.
En el salón se oyó un murmullo. Una muchacha había apoyado con firmeza el fibrón negro en la mesa y, mientras sacudía la cabeza, repetía “¿cómo puede ser tan rápido?, ¡por dios!”.
La empleada anunciaba desde el mostrador y con una velocidad increíble:
-Cartón quinientos cuarenta y nueve. Veintitrés, treinta y uno, cincuenta y seis, sesenta y ocho, noventa. La línea es correcta. Una línea más. Continuamos.
Otra vez, el silencio se apoderó de la sala. La muchacha anunciaba los números que se reproducían, a la vez, en las diferentes pantallas que estaban colgadas en la parte superior de todas las paredes de la habitación y en los televisores de veintiún pulgadas que, ubicados en los extremos del lugar, mostraban un primer plano de las bolillas.
-Se han extraído treinta y nueve bolillas.-La muchacha anunciaba por el micrófono con voz suave.
-Ya está, es la perdición.-Susurró la mujer treintañera que estaba sentada a uno de los lados del hombre de frente rojiza.
Silvina la miró de reojo, pero, temiendo perderse algún número, decidió que lo mejor era prestar atención al cartón que había pegado al vidrio de la mesa con stickers rojos que en el centro tenían el logotipo del bingo.
-Bingo.
La gente que estaba sentada junto al hombre sexagenario que acababa de anunciar su triunfo festejó. Los demás jugadores se lamentaron y el hombre que estaba sentado en la misma mesa que Silvina se rascó con fuerza la frente. Entonces, ella comprendió porqué la tenía roja. Andá a saber hace cuántas horas que se lastima la frente, pensó mientras intentaba no mirarlo para evitar causarle incomodidad.
Un chico corrió por el salón con un trofeo dorado entre sus manos. Luego de que gritara “cuatrocientos treinta y nueve”, la empleada desde atrás del mostrador inició el control.
-Cartón cuatrocientos treinta y nueve. Trece, treinta y ocho, cincuenta y seis, setenta y dos, tres, quince, treinta y nueve, cuarenta y uno, ochenta, cuatro, veintidós, cuarenta y cinco, sesenta y seis, ochenta y nueve. El bingo es correcto. Un bingo más.
Mientras en el salón empezaba a escucharse la voz de Bono cantando “With or without you, I can´t live with or without you”, una muchacha delgada caminaba con velocidad por uno de los costados de la sala. En una de sus manos llevaba en alto una bandeja plateada llena de botellas y vasos. El peso de la carga hacía que su cuerpo se contorneara hacia el lado opuesto. El chaleco bordó la distinguía de las demás empleadas del bingo.
-Esa es nuestra moza… Para que le pidas la cena.
Segundos después se paró junto a la mesa la misma vendedora de cartones de minutos atrás y anunció que la próxima vuelta también sería de un peso. Silvina tomó dos de las monedas plateadas del bingo y recibió los papeles azules. Los adhirió con prolijidad a la mesa. En poco tiempo había adquirido una nueva cábala: los stickers debían pegarse derechos.
Una muchacha se acercó a la mesa y, saludando a la mujer morena, se sentó junto a ella.
-¿Tu vieja ganó algo en las maquinitas?
-No, sigue ahí, probando. ¿Acá cómo van?
-Igual. Nada, nada. Pero ésta es la mía, hasta el bingo no paro.
Todos en la mesa rieron ante el comentario optimista de la mujer morena. Nadie cree que realmente ganará, pensó Silvina mientras fingía una risotada aguda.
Nuevamente se inició el sorteo. En la mesa aledaña, un hombre regordete exclamó un sonoro “shhhh” para silenciar a las dos señoras que, muy perfumadas, comentaban entre ellas la suerte que habían tenido el día anterior en el bingo.
-Trescientos cuarenta pesos.-Susurró una de ellas, pero luego de que el gordo la mirara con agudeza, decidió guardar silencio y, en cambio, beber la cerveza que un mozo acababa de dejar frente a ella apoyada sobre un apoyavasos blanco con el logotipo del bingo dibujado en color rojo.
La mujer morena repetía en voz baja “dieciocho, dieciocho”. Segundos después se le sumó la muchacha que estaba a su lado. Las dos coreaban el número una y otra vez, mientras dibujaban con el fibrón negro líneas en la mesa.
-Setenta y dos. Siete dos.-Anunció la voz de la joven que estaba sentada tras el mostrador.
-Línea.-Anunció una señora que no se había quitado la campera deportiva a pesar del calor que hacía en la habitación.
-Mierda.-La morena tomó una servilleta y borró las marcas que había hecho sobre el vidrio.
-No importa. Ahora se viene el bingo.-La consoló la mujer más joven.
Después de cerciorarse que la línea cantada era correcta, la empleada continuó relatando los números de las bolillas que salían sorteadas.
Las exclamaciones se volvieron a oír en la sala, luego de que un hombre de dedos gruesos como salchichas levantara la mano al mismo tiempo que gritaba “Bingo”.
-Unito más y me voy.-Dijo sin mirar a ninguno de sus compañeros de mesa el hombre de la frente enrojecida.
Daniela, la moza, acercó el pedido de Silvina. Ella le agradeció y le pagó con veinte pesos. La camarera arrojó sobre la mesa cuatro monedas plateadas con la insignia del bingo que servían de vuelto. No me voy más con estas fichitas, musitó Silvina al mismo tiempo que agregaba sal a la comida.
-Este es de dos.-Anunció la muchacha que vendía cartones.
-No juego.-El hombre de la frente enrojecida evitaba mirarla, como si con ese gesto pudiese controlar sus deseos de jugar.
Silvina compró dos de los cartones verdes y los colocó junto a su plato. El hombre entonces le pidió a la muchacha que le dejara tres boletas, mientras sonreía se excusaba diciendo “me arrepentí”. Por primera vez en la noche, Silvina se reía genuinamente.
Segundos después los vendedores empezaron a recorrer el salón gritando reiterativamente “una más”. La joven que hasta recién había estado tras el mostrador, ahora también vendía cartones y un muchacho de voz gruesa la reemplazaba frente al micrófono.
El sorteo de dos pesos tampoco había sido beneficioso para Silvina y sus compañeros de mesa. Casi sin darse cuenta, la mujer había devorado la milanesa que la moza le había dejado momentos atrás. Decidió gastarse las monedas plateadas de una buena vez e irse sin comer el postre.
-El próximo es el último.-Anunció la mujer morena, esperanzada con que esa fuera su oportunidad de la noche.
Cuando la vendedora de cartones se acercó a la mesa, Silvina le pidió que le dejase todos los cartones que sus monedas plateadas le permitieran comprar. La chica le alcanzó cinco de las boletas rojas de tres pesos.
Al costado de la mesa, varios apostadores caminaban hacia la salida. Un muchacho joven llevaba un vaso de las máquinas en la mano y meneaba la cabeza de lado a lado.
-Perdiendo en el bingo, se llama mi día.-Sonrió a Silvina que lo observaba.
Silvina desvió la mirada y colocó con prolijidad los stickers que sujetarían los cartones. Luego, entonó la canción de U2 que se escuchaba de fondo y bebió un sorbo de la Coca Cola que tenía servida en el vaso.
Nuevamente, el sorteo no dio sus frutos. La gente se levantó lentamente de las mesas y empezó a caminar hacia la puerta. Silvina los siguió, pero se detuvo luego de oír a la morena diciendo que todavía no habían dicho que el bingo estaba bien. Sintió un resto de esperanza que se terminó de diluir cuando el empleado anunció “un bingo más”.
Al salir de la sala sintió las mismas nauseas que años atrás había experimentado, al borde de la borrachera, en su primer visita al casino de Puerto Madero. Las luces de las máquinas la aturdían y el humo le resultaba insoportable.
Buscó con la vista la puerta de salida y, al encontrarla, se apresuró para alcanzarla. En la vereda esquivó a un par de parejas de ancianos que hacían fila para esperar la llegada de un taxi y decidió caminar por diagonal 80, así me será más sencillo regresar a casa.
Por un momento giró la cabeza y, al mirar las lucecitas blancas del bingo, se sintió tentada de volver a entrar. Estaba subiendo el primer escalón cuando volvió a sentir las nauseas. Agarrándose con fuerza el estómago, cruzó con velocidad la calle.Luego de transitar una cuadra, dejó de sentir el mareo. Tomó su billetera y luego de cerciorarse de que sólo había perdido trescientos pesos se sonrió. Mientras el viento helado jugaba con las tablas de su pollera y las luces titilantes del bingo habían quedado a cien metros de distancia, se dijo triunfante: estoy controlada.

Y sí seguís explorando? (si total, no nos vamos a dormir...)

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