miércoles, 29 de octubre de 2008

El crimen de trabajar

Diariamente, los vendedores ambulantes emprenden una lucha que no da tregua. Pelean para que el Estado que los dejó a la deriva no los persiga y para que la sociedad comprenda que la suya también es una actividad laboral.

Por Carolina Sánchez Iturbe

-Estamos podridos; siempre lo mismo.- Balbucea Raúl mientras mira con resignación los restos de verduras que alfombran la vereda de 7 y 47, después de que el día anterior Control Urbano hiciera todo lo posible –e imposible- para que los vendedores ambulantes no trabajaran en la zona.
Nada nuevo bajo el sol. Esta escena se convierte en postal; en una fotografía de la situación que viven a diario muchos “buscavidas” en la ciudad de las diagonales. Con la rutina de un reloj inglés, los agentes de la Municipalidad de La Plata desalojan a los vendedores y en medio de protestas y reclamos, incautan todo tipo de mercadería. El resultado: grupos de trabajadores enfrentados a oficiales municipales y mercancías regadas por el suelo.
En un país que experimentó durante la década del ‘90 un vaciamiento económico que dejó a casi el veinte por ciento de la población desocupada o laborando en la más informal de las condiciones, las formas alternativas de trabajo proliferan a pasos agigantados; miles de personas en edad de producir deben buscar otros medios, diferentes a los tradicionales, para subsistir.
En este contexto, las calles de las ciudades se resignifican a un ritmo vertiginoso, y el surgimiento de nuevos y viejos actores sociales se vuelve moneda corriente: cartoneros, artistas callejeros, artesanos y vendedores ambulantes no sólo tienen que hacerle frente a la pobreza, sino también a la criminalización del trabajo ambulante por parte de un Estado torpe y sin muchas alternativas para aquellos hombres y mujeres que todavía esperan una respuesta a la falta de inserción laboral. Y como si no fuera suficiente con estar ausente a la hora de pensar políticas públicas de contención –y no de asistencia-, persigue a quienes trajinan por ganarse el mango diario.

Trabajar en la calle
Sebastián tiene 23 años y vende DVD desde hace dos en la puerta del Banco Galicia, ubicado en calle siete. Su juventud no lo exime de llevar un cuerpo extremadamente delgado, que junto con los rasgos redondeados del rostro, lo hace parecer aun más joven. El muchacho de apariencia desgarbada estaba desempleado cuando se echó a la mar en el mercado de la piratería de películas. Dice de él mismo que “era un vago”, pero que “todo cambió después de que su novia quedó embarazada”. Una nueva vida en camino y la secundaria incompleta hicieron que conseguir trabajo se volviera una empresa de difícil concreción.
-En la calle todo se vuelve más difícil. Ves situaciones durísimas, a veces volvés a tu casa destrozado, queriendo tirar todo, pero no se puede, no hay laburo por ningún lado y es necesario seguir contra viento y marea.
Las ojeras violáceas surcan de este a oeste el rostro pálido de Sebastián. Con las primeras horas del día, viajó durante tres horas hasta que llegó a la feria de Ingeniero Budge para buscar los estrenos cinematográficos -que en ciertos reductos, como el tren de la línea Roca, se venden como pan caliente- y volvió a La Plata cerca de las nueve. Sin tiempo para el descanso, a las doce su paño ya estaba acomodado sobre la vereda de calle siete, cubierto por bolsas plásticas que llevan en su interior impresiones de baja calidad de los afiches de cine. De tanto en tanto, camina alrededor del puesto; su figura desvaída se recorta intentando estirar las piernas para despejarse un poco.
-Eh, con cuidado.- Dice cada vez que alguien toma uno de los DVD para, luego de estudiarlo con la expertice de un joyero, arrojarlo al piso sin ninguna precaución. En ese momento es cuando el ceño de Sebastián se frunce y sus ojos toman un aspecto vidrioso. Pero se encoleriza aún más cuando algún ocasional paseante camina distraído y pisa la mercadería. “No me salió gratis”, grita al mismo tiempo que intenta sacar las marcas de pisadas que los fugaces transeúntes graban sobre los plásticos.
Si bien la mercancía que Sebastián vende a diez pesos en la calle no fue comprada por más de un peso con sesenta, las ganancias a fin de mes son escasas. Los días de lluvia significan una pérdida segura para los vendedores ambulantes y cuando el clima lo permite, hay jornadas laborales completas que se pierden o por caída en las ventas o por la llegada de la policía que lo obliga a recoger los DVD, cuando no secuestran toda su mercadería. Eso, sin contar las veces que le robaron.
-La última vez fue hace un mes. Me afanaron el bolso entero. Decí que no dejo la plata ahí, sino los mataba-, confiesa el laburante sin ningún pudor ni remordimiento alguno por sus palabras.
Tanto para Sebastián, como para más del cincuenta por ciento de la población, llegar a fin de mes se torna una carrera maratónica, casi inalcanzable.

De persecuciones y yerba amarga
Roberto es un hombre diminuto, casi imperceptible. Su silueta se pierde en la marea humana que desanda día tras día. Cuando se sienta al frente del Rectorado, en el cantero de concreto que hay sobre calle siete, sus pies apenas consiguen tocar las baldosas. Junto a su cuerpo hay seis cajones de madera, acomodados contra el cemento, sobre los que se exhibe un letrero marrón con ofertas escritas con tiza.
Dice haber cumplido cuarenta años hace un mes, pero su apariencia delata más edad. Su cara extremadamente delgada resalta con brutalidad la nariz aguileña y las arrugas son ríos que surcan el continente de su rostro.
Antes de dedicarse a la venta ambulante, se ganaba la vida haciendo changuitas, cortando el césped de las casas, pero después de que muchos de sus clientes notaron que su economía se empobrecía por la crisis, las changas mermaron más y más hasta casi desaparecer por completo. Para ese entonces, un vecino le comentó sobre la posibilidad de comercializar verduras traídas directamente por ellos desde el Mercado Regional, y fue cuando Roberto pensó que había encontrado la solución a sus problemas. Lo que no sabía entonces era que llegaría una nueva dificultad, otro escollo por sortear. Ese nuevo “enemigo” a vencer tenía nombre y apellido: Patrulla municipal; los responsables de hacer que se cumpla la “ley y el orden” para que ningún buscavidas derrame su mercadería en las “limpias” calles platenses.
-Cuando llegué acá no tenía idea de lo difícil que iba a ser todo esto, desliza Roberto con aire de desaliento. El tono de voz del hombre es bajo, homologando la contextura física. Cuando habla, parece hacerlo tímidamente, como intentando no inquietar a nadie.-Lo más terrible de hacer la calle es que nos echan de todos lados; nos viven corriendo y si bien nosotros nos organizamos, esto no sirve para nada.
Durante la jornada gris de ayer, Roberto perdió toda la mercadería. En medio de un encuentro violento con la policía, prefirió arrojar las verduras en la vereda antes que entregárselas. “Es que era lo mismo, si dejaba que se lleven los cajones, me quedaba sin nada. Así, por lo menos no se apropiaron de mis cosas”. Ahora lo desvela pensar en cómo hará para cubrir las pérdidas. Es muy poca la oferta que pudo conseguir para hoy y, si esta semana no mejoran las ventas, no podrá volver a abastecerse cuando, durante el fin de semana, vaya al mercado.
Como a Roberto, es usual que a todos los vendedores ambulantes, sin importar el rubro al que se dediquen, se les incaute la mercadería en operativos que parecen imitar escenas de thrillers policíacos.
El único que asegura no haber tenido problemas de este tipo, es Sandro, un muchacho alto que vende café en calle ocho.
Sandro tiene un rostro hermoso, las facciones son perfectas, simétricas, tranquilamente podría haber sido modelo o relacionista público de algún boliche de la ciudad. Él sólo deseaba ser veterinario, pero todas las esperanzas se diluyeron después de que su padre abandonó a la familia para irse con una mujer que apenas superaba la edad de su hermana mayor. Con una casa poblada por cinco hermanos y una madre enferma gracias a años de trabajo riesgoso en una fábrica, no había alternativas: Sandro tenía que ayudar en la economía familiar.
-A mí no me molestan, pero eso porque todo el tiempo me voy moviendo con el carro.-Su cuerpo fibroso empuja desde hace años una estructura de metal, que siempre viaja cargada de termos y vasos de telgopor.
Asegura que por día camina más de cien cuadras “y no exagero”. Es que cada mañana se despierta alrededor de las seis para preparar café en grandes cantidades y después iniciar la marcha acompañado por su carrito.
El trayecto diario de Sandro se inicia en el Mondongo, donde vive con su familia, y recorre no sólo el centro de calle ocho, sino también las oficinas públicas de la avenida siete y el centro comercial de doce. Recién cuando llega el atardecer, puede volver hasta su casa y descansar las piernas durante algunas horas hasta que el despertador lo ponga otra vez de pie.

Vivir criminalizado
No existe vendedor ambulante que no ruegue ser comprendido como un laburante. Es que todos saben que su ocupación está mal vista y es objeto de penalizaciones no sólo policiales, sino también sociales.
Cuando acomodan sus paños, cajas de madera o mesas improvisadas en algún rincón de una calle transitada, saben que no pasará mucho tiempo hasta que alguna mujer, con los dedos cargados de anillos estridentes y exageradamente dorados, los mire con desprecio y musite “estos vagos no quieren trabajar”.
-Hay una señora que viene casi todos los días al Banco y siempre me mira como con asco. Una vez me preguntó porqué no salía a trabajar, yo traté de calmarme y le dije “señora, si no se dio cuenta, estoy laburando”. Ahora ya no les contesto, no sirve para nada, no lo van a entender nunca.-Mientras habla, Sebastián mira la piel de sus manos, que se secó hasta el extremo después de un invierno terriblemente crudo.
Como Sebastián, todos los vendedores tienen un abultado anecdotario de maltratos. Sandro, por ejemplo, jura que una vez una chica de no más de veinte años le dijo que era un desperdicio que con su cara estuviera tan arruinado. Él se sonríe, le es inevitable pensar que quizás no sea él quien está profundamente equivocado. “Yo quiero otra vida, pero ésta no me avergüenza para nada. Quiero ver si alguno de los que me critican es capaz de patear lo que yo pateo por día”.
Estos hombres y mujeres que viven en las calles más de ocho horas diarias, saben que lo suyo es un trabajo arduo. Lo sienten en sus piernas agotadas después de tanto caminar, en sus voces difónicas a causa de los gritos que insume la promoción de los productos que tienen en venta y en sus pieles corroídas por el viento y las condiciones climáticas que, sin importar la estación del año, atacan directamente sobre sus organismos cansados. Esos dolores que experimentan sus cuerpos cada noche al regresar a sus hogares, son motivo suficiente para que no haya hostilidad ignorante que les aventure la idea de darse por vencidos, es que ellos, los vendedores ambulantes, hace años iniciaron una guerra encarnecida por conseguir el derecho a trabajar.

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Y sí seguís explorando? (si total, no nos vamos a dormir...)

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