miércoles, 3 de noviembre de 2010

Mister América en Ciudad Vieja



Una versión reducida y acústica de la banda legendaria de La Plata volvió a reencontrarse con sus canciones y con su público durante la noche del sábado después de dos años de silencio. Un recital plagado de imágenes y gestos fue suficiente para demostrar porqué la paciencia puede ser una virtud.

Por Carolina Sánchez Iturbe
Fotografía de The Dark Flack  (www.thedarkflack.com)

La Plata, noviembre 2 (Agencia NAN-2010).- Hay quienes dicen que la paciencia es una virtud que encuentra su justificativo cuando, como un mesías, aparecen los frutos. Y más aún si el fin de tanta espera llega con formato musical. Dos inviernos hicieron falta para que volvieran a sonar en vivo las melodías de Míster América, la banda que lleva 21 intermitentes años de carrera y que, sin necesidad de atravesar la autopista --y en parte, por ello mismo--, se convirtió en uno de los mitos del rock platense. Dos inviernos no lograron dictaminar la distancia que provoca la lejanía, proximidad ineludible cuando en la noche del sábado una versión reducida y acústica de la banda se trepa al escenario de Ciudad Vieja para reencontrarse con sus canciones y demostrar que la paciencia puede conducir a grandes momentos.
El sábado había sido alborotado. Desde temprano, músicos y público habían festejado el cumpleaños de Ciudad Vieja, el bar de La Plata que durante la última década abrió sus puertas a diversas propuestas artísticas, sin que el viento que sobrevolaba en la esquina de 17 y 71 fuera impedimento. Dieciséis bandas, solistas y agrupaciones musicales ya se habían hecho eco de la celebración y con el fin de la tarde, el escenario que hasta entonces se desplegaba contra el frente de la Estación Provincial, se había mudado a las inmediaciones del local agasajado a la espera de la aparición de otros once artistas.
Entonces, delante de un lugar apelotonado de gente, Míster América entraba en escena. Poco después de las 22 y acompañado por la guitarra eléctrica de Pilu Pontano y el teclado de Leo Giordano, Gustavo Astarita se acomoda sobre una silla y, mientras suena “Tanta charla”, canta “dame suave tu atención”. Primera ovación. El aplauso contenido durante dos años resuena sin mesura entre las paredes del bar. Desde la altura que proporciona una banqueta ubicada en el rincón más oscuro del escenario, los ojos claros de una nena observan directamente los rostros del público de su padre, que tras 730 días de espera, no intenta disimular la exaltación.
Luego del primer impacto, el cantante de la banda logra captar la atención durante toda la hora que dura el show. Así, en “Súper yo”, sus pies transmiten el vértigo de la melodía a fuerza de golpes propinados directo contra el suelo; durante “En la cabeza”, su mirada se posa fija sobre la gente; y con la llegada de “Sombra sol”, demuestra que su voz, capaz de entregarse a la expresividad de la música, superó al tiempo manteniéndose intacta, a la par que entona “tantas veces me dijiste tonta, tantas veces que ya no recuerdo”.
Tras el paso de ese “Tiempo” dado para las frutas maduren y caigan, similar al que la banda esperó para, aunque sin algunos de sus miembros, volver a encontrarse bajo los LEDs, le toca el turno a las “Palabras”. Ignoran la festividad del ritmo que rememora a la bossa nova para asegurar que el valor, en verdad, es dejar este mundo. Después, viene la esperanza. Con el fin de “Congelar”, una de las novedades de Míster América, Astarita asegura que tienen muchas canciones por dar a conocer y, con picardía, concluye: “¿Qué les sugiere eso?”. La gente inmóvil festeja, como si luego de tanta espera, fuese imposible lograr procesar la posibilidad de la aparición un disco nuevo. Y entonces sí, la “Dicha”, ante la cual la niña que hasta entonces fiscalizaba la escena desaparece imperceptible del escenario.
Incorporándose con lentitud del asiento, Gustavo Astarita termina de configurarse como el centro de acción por el que pasan los momentos de Míster América, aunque repita una y otra vez “Yo no soy tu gurú” y, por el contrario, elija minutos después autoproclamarse como un “Rebelde” que está “en la sala de la antifama”. El pequeño cuerpo del cantante empieza a retorcerse a la par de la exigencia jazzera de los versos de “Nada bueno”, para después parecer mucho más grande de lo que realmente es cuando sus brazos y piernas se transforman en extensión de la melodía de “Esclavo”. Después, es su rostro el que sufre la modificación, convirtiéndose en una sucesión de imágenes tatuadas y compuestas por expresiones gestuales que acompañan a “la sal que te hiere” en los “Terrenos de nylon”. Pura tensión que se resquebraja cuando, aflautando la voz, Gustavo dice divertido “soy tu dios, que en su amor te abandona por terrenos extraños” y consigue la risa de la audiencia.
Previendo el final, Pontano y Giordano se retiran lentamente del escenario, a la par que esquivan a los cuerpos que cercaron el paso ante la falta de espacios libres en el bar. Solo con su guitarra acústica, Astarita vuelve a tomar posición sobre una silla. Desde ahí, fiel a su estilo ecléctico, vuelve a mutar constituyéndose ahora como un ser que pide dulce y suavemente que le hablen del cielo y le den otra vida, “una en la que no pida nada, una que me lleve liviano, una en la que ya no me sueltes la mano”. Luego, intenta terminar el show pero, aunque haya sabido esperar dos años para verlo, la gente impaciente consigue que el cantante ni siquiera logre desaparecer de escena antes del bis. Entonces, es la “Despedida” y el semblante de Gustavo se deteriora progresivamente a la par que asegura haber escrito un nombre en la lista de cosas que le enferman, hasta terminar al borde del sollozo y repitiendo “debo librarme de ti”. Última ovación.
Definitivamente, la paciencia es una virtud. Más aún cuando el fin de tanta expectativa llega en melodías plagadas de imágenes que, tras dos inviernos de silencio, se consumen en una hora sentida con el cuerpo y con el gesto, una hora capaz de explicar por qué --más allá de la resistencia a la autopista-- una banda puede ser mito de una ciudad y viceversa, una hora suficiente para dejar a un centenar de personas esperanzado y, otra vez, cargado de paciencia para esperar por más.


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