Esquivando a la emergencia sanitaria, The Falcons aterriza en el Centro Cultural Favero de La Plata y baila. La noche promete ser larga: Thes Siniestros continuarán con la danza desenfrenada de la mano de rocabillis y rancheras mexicanas. Todo para finalmente descubrir la belleza junto a Fantasmagoria.
Pura actitud. Poco después de la una de la madrugada, Ramiro Sánchez, el cantante de The Falcons, imita a un surfista. Extiende los brazos e, intentando conservar el equilibrio, mueve las caderas. A su derecha Nicolás Nehele, uno de los guitarristas de la banda, se sacude frenético a un ritmo que parece estar sólo en su cabeza.
“Comienza ya a moverte y no pienses en nada, de nada, de nada”. Como si aquel coro fuese una consigna imposible de eludir en la noche del sábado platense, las piernas de los espectadores se mueven tímidas. Frente al escenario del Centro Cultural Favero, sin dirigirle la mirada al cantante, que por momentos parece tener una voz que encajaría mejor con otra melodía, una pareja gira tomada del brazo. Juego de niños.
Una hora después, cuando Thes Siniestros preparan el escenario para salir a tocar, luego de que los Falcons se despidieran sin dejar lugar a bises, lo hacen frente un salón vacío. En el tiempo intermedio, la gente se amontona junto a la improvisada barra ubicada en una habitación por de más iluminada.
Grito de guerra. Un chillido que emula el de un chaparrito mexicano obliga a los cuerpos a moverse con velocidad hasta el cuarto a oscuras donde toca la banda. A partir de entonces, los Siniestros no paran un segundo. Como si se tratara de un recital punk a la vieja usanza, no dejan casi silencios entre canción y canción. El aplauso no es parte del show.
Jota de Jesucristo, una de las voces y el bajista de la banda, relata en una de las canciones el propósito de los Siniestros: “llegaron tres enmascarados dispuestos a contagiar su peste de ritmo, su fiebre de vértigo a quien quisiera escuchar”. Después, una melodía que rememora al rockabilly más tradicional invade el lugar.
Con los rostros cubiertos por máscaras y enfundados en un riguroso uniforme negro y rojo, inspirado en los strait jackets, los músicos se convierten en parte del espectáculo caracterizando a forasteros que, desde las orillas mismas del mundo, llegaron para invertir el orden de la ciudad.
Sacúdete y muévete. Durante una hora, Thes Siniestros provocan que los cuerpos bailen flexionando las rodillas de la mano de la música que fusiona el rythm & blues con las rancheras mexicanas y el rock and roll de los ’50. Después, otra vez la espera mientras Fantasmagoria prueba sonido.
Aunque la única guitarra que suena es la acústica de Gori, el sonido de Fantasmagoria no deja baches, envuelve los oídos de quienes miran con sorpresa a esa banda que, recién llegada desde Buenos Aires, toca en una casa restaurada de La Plata y, finalmente, rockea como pocos.
Por momentos, el teclado de Volco le aporta un carácter psicodélico a las melodías sumamente pegadizas, logrando que la música, influenciada por el rock de los sesenta, deslumbre.
Gori canta con el cuerpo entero. Gira, mira al baterista y sacude las piernas. La gente aplaude, eleva los brazos y arenga al artista. Todos parecen gestos impulsivos que buscan descargar la energía que desde el escenario el cantante contagia.
Con “Alicia” llega uno de esos momentos que serán difíciles de olvidar. La belleza de la canción, el ambiente lúgubre aunque, extrañamente, esperanzador que recrea la música y la particular voz de Gori completando la escena, consiguen que por un par de minutos el tiempo se detenga alejando a todas las pestes que puedan acechar.
Fantasmagoria, que tranquilamente podría ser el nombre de una película de terror, resume en tres cuartos de hora el espíritu de toda una noche: si el fin del mundo está cerca, más vale que nos encuentre felices.
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