domingo, 31 de mayo de 2009

Futuro

Rodeada, se sentó a esperar. Nada estaba tan lejos. Sólo era necesario que la tierra se moviera...

(Fotografía de Daniel Ayala)

miércoles, 27 de mayo de 2009

Gary Burton

El vibrafonista de Indiana llegó al Teatro Argentino de La Plata para, acompañado por cinco músicos, crear durante dos horas un ambiente único en el que la belleza reinó.

Texto y fotografía por Carolina Sánchez Iturbe

El paraíso es posible. La perfección también. Existe en seis hombres que, sobre el escenario del lujoso Teatro Argentino de La Plata, interpretan obras de Astor Piazzolla, creando un microclima plagado de belleza en la sala Alberto Ginastera.
Nadie dudó jamás del talento del vibrafonista Gary Burton. Tampoco de la precisión y la excelencia de Pablo Ziegler, Héctor Console y Fernando Suárez Paz, músicos que formaron parte del último quinteto de Piazzolla. Sin embargo, cuando ellos cuatro tocan los complejos tangos del maestro Piazzolla, junto a Ricardo Lew y Marcelo Nisinman, no dejan lugar a las obviedades y, en cambio, sorprenden.
Burton toca con todo el cuerpo. Mientras golpea las láminas de aluminio, sus piernas se sacuden marcando el ritmo y su cabeza acompaña el movimiento constante de sus manos. La concentración se apodera de su rostro que se contrae, fijando la vista en su instrumento, casi como emulando la expresión de un técnico de quien depende que una catástrofe no se desate.
Cuando la melodía lo requiere, el contrabajo de Console se convierte en un instrumento de percusión en el que las manos de músico argentino imprimen el ritmo, mientras el pianista Zigler, como en un exabrupto de deleite, se levanta de su asiento y, imitando a su compañero, golpea el costado de su piano. Burton los observa con placer hasta que llega el momento de que su vibráfono intervenga.
Lejos del egoísmo, Burton permite que los músicos que lo acompañan se luzcan. Los presenta con orgullo y les encomienda la ejecución solos en varias piezas. La estrella del espectáculo evita el divismo y se preocupa por hacer honor a las obras de Piazzolla.
La versión de “Adiós Nonino” estremece. Los cuerpos de los 1500 espectadores que son testigos del arte de Burton son invadidos por un escalofrío. Una chica joven mira absorta desde la segunda fila de la platea, mientras su rostro húmedo no intenta disimular la emoción que se apoderó de ella. El efecto de la belleza.
All that jazz. La fusión de los sonidos jazzeros con el tango hacen de las interpretaciones de las ya tradicionales piezas de Piazzolla creaciones únicas. Por momentos parece surrealista que semejante precisión en las melodías sea posible de ser ejecutada en vivo. Es que, como un relojito, la banda se entiende y, fiel a las partituras, resignifica las canciones, entregando a su público un espectáculo exquisito.
Cuando Burton se despide, la gente pide de pie, entre aplausos y gritos, que el músico le regale una canción más, para emprender el regreso. Los músicos se acomodan frente a sus instrumentos y el vibrafonista anuncia que tocarán su pieza favorita, “La muerte del ángel”. Una exclamación de alegría resuena en la sala que, segundos después, recobra el silencio para intentar apropiarse de cada uno de los sonidos que se ejecutan en el escenario.
Las luces de la araña antigua del teatro se encienden y Gary Burton se abraza a sus compañeros y saluda. Luego de que los músicos se retiren del escenario, los aplausos los obligan a volver a salir. Emocionado, Burton agradece y saluda. La felicidad que transmite su sonrisa enorme es la misma que se percibe en los cuerpos que, oficiando de espectadores, durante dos horas creyeron en la posibilidad de la existencia de un mundo perfecto.

martes, 26 de mayo de 2009

Mostruo! en Pura Vida

El cuarteto integrado por Kubilai Medina (hijo del bajista de Manal), los hermanos Mutinelli y Lucas Finocchi se presentaron en vísperas de fecha patria para festejar los sonidos rockeros argentinos de la década de 1970 con cien asistentes en uno de los pocos locales que siguen siendo serviciales con los artistas. El show fue del fogón al desahogo, atravesado irremediablemente por la efervescencia heredada de Pescado Rabioso, Manal y Aquelarre.

Por Carolina Sánchez Iturbe
Fotografía de Agencia NAN

La Plata, mayo 26 (Agencia NAN).- ¿Cómo abrir una fecha de modo demoledor? Permitiendo que la voz de Kubilai Medina, el cantante de Mostruo!, grite visceralmente que, luego de perder el control de su vida otra vez, desea irse al Palmar a pensar sólo en él. Debajo del escenario, los rostros se llenan de sorpresa. Una balada no suele ser elegida para empezar un recital y, sin embargo, parece perfecta en esta ocasión: el más reciente recital de Mostruo!, una de las revelaciones de La Plata. Luego del 2006, cuando Gustavo Cerati la nombró su banda nueva favorita, se convirtió en una de las mimadas por la crítica, dueña del mote de “banda de culto”. Liderada por el hijo de Alejandro Medina, el bajista de Manal, e integrada además por los hermanos Mutinelli y por Lucas Finocchi, Mostruo! logró el éxito de la mano del revisionismo del rock setentoso argentino que influenció a generaciones enteras: Pescado Rabioso, Aquelarre y, claro, Manal.
El domingo, aprovechando la víspera del 25 de mayo, Mostruo! se presenta en uno de los lugares que promete convertirse en espacio mítico de La Plata, Pura Vida. Más allá de la localización estratégica del bar --justo en frente de la plazoleta de La Noche de los Lápices, donde todos los fines de semana la gente se reúne para deleitarse con cerveza a precios económicos--, Pura Vida es reconocido en el mundillo under por las facilidades, hoy impensadas, que brindan a las bandas que quieren tocar en el lugar: no se cobra alquiler, el sonido corre por cuenta del bar y el total de la recaudación en puerta es para los músicos. Además, como norma que tiende a proteger al público, el precio de las entradas no puede superar los siete pesos. Todos felices.
Otra de las características de Pura Vida, y de La Plata también, es que los shows empiezan tarde, por lo que la gente baila hasta entrada la mañana siguiente. Fiel a ese estilo, Mostruo! se acomoda en el reducido escenario del bar pasadas las 2 de la madrugada. Luego del primer tema, golpea a los cuerpos sudorosos que se habían relajado con el ambiente intimista de “El control”, obligándolos, como por la intervención de una descarga eléctrica, a sacudirse a la par de “la polilla” que se choca con fuerza contra las pocas luces que iluminan el lugar. Mientras la gente baila, Finocchi toca los acordes de “La Polilla” con todo el cuerpo, incluso con el rostro, que se contrae en un gesto que, por orgásmico, resulta libidinoso. A medio metro de él, Medina lo acompaña dando saltos bruscos que hacen peligrar la integridad de uno de los parlantes que se sacude a la par del cantante.
Como si desearan enloquecer a la gente, los músicos cortan los impulsos violentos que despertaron con su última canción para dar paso, otra vez, al sentimiento melancólico que “Pinamar” desata sin tregua. Todos sufrieron alguna vez un abandono y es inevitable que esa descripción del desamor torture el cerebro confundido del público. Casi como un juego, la primera parte del show oscila entre el clima intimista y las inyecciones de canciones dignas de ser festejadas sin preocupaciones, todo sin perder el tono visceral que la banda le otorga a cada melodía que parece ser interpretada con el deseo de que la música se apropie de todo ser que, aunque sea por casualidad, la oiga.
El intermedio llega casi como una bendición. El ambiente se espesa a la par de la humedad que en forma de niebla arrincona a la ciudad. La barra del bar se atesta de cuerpos que, en busca de la salvación, esperan que alguna bebida alivie el abombamiento que se apodera de aquella casa restaurada. Veinte minutos después, y aunque el calor sigue sin menguar, todos se acercan al escenario y, como alrededor de un fogón, se sientan sobre el piso de madera. La banda deja de lado los juegos y rockea durante 45 minutos, sin embargo son pocos los que consiguen levantarse y bailar tal como la música manda.
Cuando suena “Cuidado con el monstruo”, Kubilai grita poseído. Como si le resultara difícil soportar la adrenalina que recorre su cuerpo, gira, mira al baterista, salta, se sonríe, aúlla de espaldas al público y se impulsa, contrayendo sus músculos, para cantar pegado al micrófono. Entre temas le habla a la gente, le pregunta si está pasando un buen momento y, segundos después, reinicia su danza furiosa. “La canción histérica”, anuncia Finocchi y la gente aplaude automáticamente la llegada de “No”, el tema que consigue unir perfectamente el ambiente intimista de las baladas con la fuerza de las melodías más violentas. Kubilai vuelve a exasperarse, mientras grita “no ves que no quiero decirte que sí, no ves que no quiero decirte que no”.
Habiendo agotado casi por completo sus dos discos --Grosso y La nueva gran cosa--, Mostruo! empieza a despedirse con “Ese oso”. La canción, que fue popularizada después de que rotara por varios canales de televisión un video en el que el guitarrista de la banda aparecía disfrazado de oso y salía de fiesta con los Mostruo!, es una invitación a levantarse de una buena vez, sacudirse y, como “ese oso rebelde”, resistirse a que la noche termine. Haciéndose eco de la propuesta, el público baila y canta sonriente. Después, pide a gritos que el show continúe.
La banda regala tres canciones en forma de bis, para terminar aconsejándole a su público “no te enamores de nadie”. Después de la paliza que el calor húmedo de Mostruo! sacudió sobre los cuerpos de los cien espectadores, ninguno quiere retirarse del lugar. De pie, aplauden y miran como los músicos se bajan del escenario-tarima. Esperan, en vano, que Mostruo! vuelva a apoderarse de las paredes del bar. Dos DJs intentan calmar a las personas que, resignadas, bailan exageradamente, como intentando reproducir el tiempo en que, absortas por la presencia de la banda, experimentaron su conversión en bestias.


Naturaleza sangre humana

Podría haberla aplastado, pero entonces no habría historia que contar. Sin necesidad de caer en absurdas destrucciones, la atrapó por un momento, tomó prestada su alma (como un hombre blanco frente a una nativa) y, luego, la dejó huir…

(Fotografía de Daniel Ayala)

jueves, 21 de mayo de 2009

Tonolec: "En lo elemental están las enseñanzas"


El dúo que cruza música electrónica con la autenticidad del arte toba considera que “es necesario recuperar la armonía con el espacio” y que eso no se logra con flores de Bach, acupuntura ni psicólogos, sino saliéndose de la cultura de la histeria. Ella, Charo Bogarín, es dueña de una fuerza ancestral sobre el escenario, con su cuerpo arraigado a la tradición. Él, Diego Pérez, encarna la delicadeza de la electrónica. Juntos, en sus álbumes oscilan entre el pop, la electrónica y los climas de la música de películas.

Por Carolina Sánchez Iturbe
Fotografía de Eduardo Sánchez Iturbe

Buenos Aires, mayo 21 (Agencia NAN-2009).- Iluminada en el centro del escenario, Charo Bogarín baila, mide cada uno de sus movimientos y, finalmente, canta como una auténtica Ldetac ada'alo, nombre con el que los tobas denominan a las mujeres que entonan lamentaciones. Ella hipnotiza con su voz y a casi medio metro del micrófono se permite gritar, confiada de que se la escuchará incluso en el fondo del salón. El grito parece nacer en sus entrañas y, desde ahí, amplificarse logrando que el resto de su cuerpo se contraiga y extienda, como un ave en pleno vuelo. A su lado, Diego Pérez, su compañero de Tonolec, se mueve con timidez. Debajo del escenario, la parte femenina del dúo de electrónica toba recibe a Agencia NAN. A diferencia de la imagen de reina madre que proyecta durante su show, en los camarines Bogarín parece una mujer diminuta, introvertida.
Lejos del vestido lleno de tules y plumas que ella misma define como “alta costura orgánica” y que la acompaña durante sus espectáculos, Bogarín mira a los ojos mientras habla y se permite reír al tiempo que describe los males que aquejan al mundo occidental. Es que los Tonolec creen firmemente en que la música que interpretan no sólo es rica por la inclusión de sonidos nativos, sino que además sirve como nexo para que el hombre blanco sane las heridas que la pérdida de vínculos con la naturaleza le dejó: “Es necesario que se recupere esa armonía que los tobas tienen con el espacio. Somos seres totalmente desarmonizados, necesitamos ir al psicólogo, flores de Bach, acupuntura… ya no sabemos cómo sanarnos cuando son los pilares los que hay que sanar”, revela.
Bogarín sonríe mientras reconoce que ella tampoco puede evitar ser parte de lo que la cultura occidental determina para sus miembros. A esa cultura es a la misma que ella llama la “cultura de la histeria, o mejor de la historia”, que con su individualismo lleva a que las personas se queden solas y sufran por esa soledad que tanto buscaron. La bailarina, cantante y periodista asegura que esos son los aprendizajes que, junto su compañero y en el trabajo realizado durante siete años con el coro toba Chelaalapí, fue tomando como propios.
Entender la cultura de este grupo aborigen no sólo consistió en aprender a través de la tradición oral la lengua 
qom y los cantos tradicionales, sino que también les permitió de adquirir los valores tradicionales, “ese realismo mágico que tienen ellos que permite que realicen esa lectura de la naturaleza” y no disocien el ser humano del ser animal y del ser vegetal. “En las canciones se intentan recuperar esos diálogos con la naturaleza, apaciguarse, usar los silencios, que en música son una nota, y ser elemental. En lo elemental están las enseñanzas”, afirma con calma, la misma calma que dice haber aprendido de los tobas, Charo Bogarín.
Para que Tonolec fuera el puente entre dos culturas “que no estaban conociéndose totalmente” fue necesario que Bogarín y Pérez comprendieran el sentido paisajístico que tiene su música, “la aridez del monte chaqueño representada en sonidos” y la sencillez de las composiciones. Después vino el trabajo vocal que la cantante hizo a fuerza de sentarse durante tardes enteras con las ancianas de la comunidad toba para escucharlas interpretar cantos tradicionales e imitarlas: “En el rock nacional yo no encontraba voces que me identificaran, y de repente estaban estas mujeres cantando con esos agudos, imitando sonidos del monte, de aves, del 
n´vique, que es el violín toba”.
Bogarín se entusiasma cuando afirma que ese descubrimiento fue maravilloso, casi como una epifanía de su destino: “sentí que era algo que quizás corría por mi ADN, que era el cauce de mi río también, que yo había pasado por ahí en algún momento o que estaba escrito que me tocaba pasar por ahí”. A la par de ese trabajo de investigación sobre la cultura nativa que emprendió Tonolec, llegó el reconocimiento, vestido de agradecimiento, de los miembros de la comunidad toba: “Ellos sintieron que se expandía su lengua, que su cultura se daba a conocer en lugares donde antes jamás hubieran tenido acceso por la cuestión ceremonial con la que cargan”, destaca Charo.
Esa cuestión ceremonial es la misma que, según Bogarín, ellos lograron echar por tierra entre los miembros más jóvenes de la comunidad toba a fuerza de componer cantos infantiles que hasta entonces eran prácticamente nulos entre ellos. El dúo electrónico entendió que en esa ausencia estaba la oportunidad “de darle a los chicos ganas de estar con su idioma, cantarlo y sentirlo más actual, no como esa cosa solemne que por ahí escuchaban en el coro toba, que para esos niños es como escuchar el himno nacional argentino”.
Hacia afuera de la comunidad aborigen, la versión de “Antiguos dueños de las flechas (indio toba)” contenida en el primer disco de la banda les regaló el reconocimiento popular, ése que provocó que mientras que ella cantaba a capela, los chicos gritaran “como si se tratara de una banda de heavy metal” y Rosalía, una de las ancianas de la comunidad, se emocionara y le pidiera a la cantante de Tonolec fuerzas.
El acercamiento a la cultura toba fue casi casual, determinado por una cuestión geográfica y por la tendencia humana de acudir a lo conocido. Como artistas, Bogarín y Pérez sintieron la necesidad de pensar qué era lo que querían transmitir con su música y se encontraron con que aspiraban a “buscar ese color local que siempre es tan necesario cuando uno se plantea la obra que está haciendo y lo que quiere dejar a posteriori”. Como chaqueños descubrieron que era momento de acercarse a eso que siempre habían tenido cerca, pero que nunca habían tenido en cuenta. La cantante de Tonolec jura que aquel momento representó encontrarse “con toda la riqueza de una cultura que era tan poco conocida”. Después, sosteniendo la mirada, no duda en asegurar que la experiencia fue como acercarse a un tesoro, abrirlo y dejarlo brillar.
Siete años después de aquel primer encuentro con el coro Chelaalapí --del que recuerdan como anécdota el absurdo de llevar para la ocasión la tecnología del hombre blanco para retratarlo y luego sentir que todos esos elementos además de innecesarios consistían una “profanación a ese espacio que era tan austero”--, el dúo se atrevió a escribir la mayoría de las canciones en lengua 
qom para el segundo disco, Plegaria del árbol negro. “Fue una manera de brindarnos a ellos, escribir sus letras”, dice con satisfacción Bogarín.
Junto a Pérez, casi sin quererlo, establecieron los roles que desempeñarían en Tonolec. “Él es hombre pero sin embargo la fuerza en el escenario no la transmite él, él es la delicadeza de la electrónica, que es algo que está contenido dentro de los cables. La tierra está afuera, el canto de los pájaros está afuera… Son conexiones diferentes”. Durante los recitales, Bogarín es la dueña de la fuerza, el cuerpo conectado a las raíces que conduce, como una matrona, la impronta de la tradición. Él es la parte calma, el hombre occidental que, entre las sombras, intenta estar en armonía con la naturaleza que baila a su alrededor.
A pesar de que las canciones de Tonolec oscilan entre el pop, la electrónica y, según Bogarín, la música de película por el carácter “climático” que tienen, hay quienes no dudan en afirmar que se trata del nuevo folklore argentino. A la cantante le da risa la categoría en la que su banda fue posicionada, sin embargo dice convencida que no se trata de una calificación contraproducente porque implica reconocer a la cultura autóctona, “poner a la lengua nativa en un lugar que debería haber ocupado desde hace miles de años, que es el lugar del folklore de nuestro suelo”.
Ese posicionamiento dentro de la música tradicional enorgullece, al mismo tiempo, a Bogarín. Sentada en un camarín iluminado con velas y satisfecha por el trabajo realizado, asegura que Tonolec la llena de satisfacciones porque además de permitirle indagar en la cultura nativa la convierte en miembro de un movimiento nuevo, “el de las fusiones”, y eso, en el tiempo, “es como estar haciendo un poco de historia”.

Sitio: 
http://www.tonolec.com.ar
MySpace: http://www.myspace.com/tonolec


miércoles, 20 de mayo de 2009

Chica rutera


She run away! El camino se le hacía largo, pero, en el fondo, le encantaba. Mientras, cantaba “para viajar a ese lugar nuevo”…

jueves, 14 de mayo de 2009

No te convertirás en estatua


Tras un rostro negro y peludo, como el de una bestia, se escondía el universo…

Y sí seguís explorando? (si total, no nos vamos a dormir...)

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